Acababa de entrar a la cabina, recorrido todo el pasadizo del avión y encontrado mi asiento cuando lo descubrí. Ocupaba la última fila, a cada lado tenía a una persona que le hablaba, y no paraba de quejarse: quiero ver al piloto, decía, quiero hablar con el piloto, no quiero viajar.
Tenía un cuello y un torso anchos como un toro, la mirada enrojecida, y llevaba el pelo corto, con unos mechones ensortijados y abundantes en la nuca. No era la primera vez que veía una escena semejante y, de inmediato, comprendí que se trataba de un delincuente expulsado de España hacia el Perú. Quienes lo flanqueaban, un hombre y una mujer que le hablaban intentando calmarlo, eran dos policías españoles de civil, encargados de su custodia. Lamenté mi mala suerte mientras dejaba mi mochila y me instalaba en mi lugar, pensando que tendríamos que soportar los lamentos, quejas e impertinencias de ese incómodo compañero de vuelo durante las siguientes doce horas.
No fue así. En el momento en que le retiraron las esposas, reaccionó como un rayo. Se soltó el cinturón de seguridad, se levantó con una agilidad impropia de su envergadura y, lanzando gritos desaforados (“No voy a viajar”, “Acá vive mi hijo”, “Al Perú no vuelo”), embistió al policía que tenía a la izquierda, lo estampó contra la pared de la cabina, le cruzó el rostro con tres sonoros manotazos y —mientras la mujer policía le saltaba el cuello para intentar detenerlo y el avión se llenaba de gritos— lo tiró boca arriba sobre los asientos, lo encimó y le introdujo los pulgares en la cuenca de los ojos, con la evidente intención de reventarle los globos oculares.
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Pero en ese momento, con la ayuda de dos sobrecargos, la policía consiguió quitar al hombre de encima de su compañero, que, con el rostro hinchado, cruzado de moretones y cortes, y la camiseta hecha jirones, se sumó a los demás. Forcejearon por el pasillo y, aunque el hombre se defendió como un jabalí, con los codos, los puños, repartiendo cabezazos y mordiscos, consiguieron tumbarlo justo al lado de mi asiento.
Los siguientes 20 minutos fueron interminables. Llamaron a la seguridad del aeropuerto y, mientras esperábamos su llegada, lo mantuvieron echado, con la mujer y un sobrecargo sentados sobre sus brazos y el policía, presionándole el pecho contra el suelo del avión. Durante todo ese tiempo, no se cansó de gritar: “Voy a incendiar el avión”, “Tengo un encendedor escondido”, “Vamos a morirnos todos”, “Acá vive mi hijo”, “No voy a viajar”. Hasta que, por fin, se lo llevaron.
Me tomó un rato entender que había intentado cometer todos los delitos posibles antes de despegar para que lo condenaran y sentenciaran en una de las prisiones de España, evitando su ingreso a una de las cárceles del Perú. Pero mientras el avión aceleraba por la pista, se colgaba del aire y la piloto pedía excusas por el retraso debido a un “pasajero agresivo”, no podía dejar de pensar, de fantasear con la historia que se escondería detrás del tipo que nos había regalado ese rato de terror en el avión.