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Opinión

Dolor, por Paula Távara

“Porque las tragedias y las masacres no se comparan, no se ningunean, se duelen y demandan justicia”.

larepublica.pe
Dolor, por Paula Távara

Desde hace ya 22 años, una pregunta de Salomón Lerner en la entrega del informe final de la CVR resuena en mi mente: “¿Qué cabe decir de nuestra comunidad política, ahora que sabemos que faltaban 35 mil más de nuestros hermanos sin que nadie los echara de menos?”.

Ese nadie vuelve a mí por estos días, mientras organismos como la CIDH, la CNDH, Amnistía Internacional y demás nos confrontan con las pruebas de que los terribles sucesos de enero de este año en las protestas contra el Gobierno de Boluarte fueron asesinatos extrajudiciales, masacre contra un pueblo que ejercía su derecho a la protesta atravesada, además –como antes, como tantas veces– por el racismo y la discriminación (según AI, el 80% de las muertes se dio en regiones donde vive la mayoría de la población indígena del país).

No pretendo comparar víctimas del conflicto armado interno con víctimas de la represión de enero y febrero de 2023. Porque las tragedias y las masacres no se comparan, no se ningunean, se duelen y demandan justicia. La nauseabunda mezquindad de quien dice, como el embajador del Perú ante la OEA, que “aquí hay 3 muertos y ya dicen masacre” no es aceptable.

Vuelven a mí porque aquí no pasa nada. Porque nos faltan más de 60 compatriotas, varios de ellos menores de edad, y aquí no pasa nada. Porque hay quienes creen, y quieren hacer creer, que apagadas con fuego las protestas, todo marcha de las mil maravillas.

Mientras tanto las familias lloran a sus muertos y viven en carne propia la indolencia generalizada. In-dolencia, no sentir dolor. No sentir pesar por la muerte de un compatriota.

Como dice Pablo Najarro, “Que hubo reacciones desmedidas en la protesta, es innegable. La cólera o resentimiento de décadas de abandono se desbordó”; y, sin embargo, no hay nada que justifique que las fuerzas públicas (públicas, de pueblo, de todos y todas) disparen contra personas desarmadas, menores de edad. Contra un joven médico que intenta auxiliar a un herido. Contra una enfermera que hace lo mismo.

Del Gobierno, responsable político de la actuación de las fuerzas policiales (las mismas que calificó de “inmaculadas”) y cuya narrativa del estallido social estuvo marcada por el terruqueo y por ese vergonzoso “no sé por qué protestan”, es difícil esperar algo.

De un Congreso que no solo respaldó la represión, sino que la aplaude con una sonrisa de oreja a oreja y se ha beneficiado y empoderado en estos meses, menos.

Pero cuesta más aceptar la indolencia ciudadana, o lo que se percibe como tal.

Si bien es cierto que en algunas zonas del país sigue habiendo movilizaciones, que hay quien habla, lee o se indigna respecto a lo ocurrido, cuesta entender que semejante barbarie (como le ha llamado acertadamente Alberto Vergara) no logre movilizar más activamente a nuestra ciudadanía en el pedido de justicia. No digo ya retomar los reclamos de nuevas elecciones, pues creo que el ánimo general es de derrota en ese aspecto, pero al menos un reclamo por conocer la verdad y confrontar la impunidad que parece campar hoy sobre estos delitos.

¿Cuál es la forma, el canal, la estrategia para salirnos de la indolencia y asumir el compadecer (padecer con el otro)? No lo sé. No creo que una sola persona tenga la respuesta a ello, sino que requiere de tejer voluntades comunes, de empezar a encontrarnos y recuperar el alma para empezar a construir esa comunidad política que pueda, como dijo en aquel mismo discurso Lerner: “Llegar a ser aquello que se propuso cuando nació como República: un país de seres humanos iguales en dignidad, en el que la muerte de cada ciudadano cuenta como una desventura propia”.

De ese dolor y ese duelo, quizás, podamos construir reconocimiento. De esa justicia quizás podamos construir dignidad. Y de esos dos valores humanos quizás podamos sacar las fuerzas para construir de una vez por todas una patria en la que quepamos y valgamos todos y todas.