
La coronación de Carlos III le ha dado al antimonarquismo la oportunidad de salir a las calles y ponerse bajo las cámaras de la prensa mundial (y mostrar a su líder bajo arresto). No son muchos, ni han crecido mucho con el paso del tiempo. Pero algo ha influido que Isabel II haya sido más simpática que su complicado hijo, el divorciado, viudo y vuelto a casar Carlos.
Los argumentos del antimonarquismo durante la coronación fueron, y se resumen en, las pancartas con el mensaje NO ES MI REY. Pero hay algunos más elaborados. Por ejemplo, que el carácter hereditario de la monarquía prolonga la desigualdad. El argumento es político, y discutible. También en las democracias sin rey puede haber, y hay, intensa desigualdad.
Un problema del republicanismo es que las monarquías constitucionales de occidente no son realmente un freno a la democracia, sino una forma de adornarla. En ciertos países se considera a tales monarcas aportes a una cohesión nacional cuestionada, como es el caso de Gran Bretaña y España, ocasionalmente al filo del desmembramiento.
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El factor de cohesión es atractivo en un momento en que las democracias están siendo arrastradas hacia extremos que las cuestionan. Extremos ideológicos y regionalistas, en particular. Pero habría que preguntarse si son los monarcas constitucionales quienes mantienen en una pieza a los países mal avenidos. No es la impresión que da.
El sistema parlamentario ha reducido tanto el papel de los reyes y reinas en la vida pública que estos ya no pueden hacer nada realmente bueno o malo para la nación. Su buena conducta reconforta a los conservadores, la tentación licenciosa enriquece la chismografía de la realeza, una verdadera industria.
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Quizás el antimonarquismo más sagaz es el ver a la realeza y a todo el sistema nobiliario que la acompaña apagándose de forma paulatina hasta simplemente perder toda presencia en el Estado. En Gran Bretaña el demorado tránsito de Isabel a Carlos abona a favor de la hipótesis. En las fotos las familias reales siempre parecen demasiado abundantes.
Cabe advertir que la extrema derecha hoy en expansión no muestra particular interés por la monarquía. Como que prefiere a sus dictadores actuando bajo la cobertura de una falsa democracia. Un monarca absoluto por mandato divino, en pleno siglo XXI, sería demasiada felicidad.

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