Con Alejandro Toledo en casa cerramos este ciclo inmundo del llamado Bicentenario. Lo que yo llamo el Estado mafioso y que el maestro Sinesio López nombra “Estado cleptocrático patrimonial”. Cuando oigo Bicentenario estoy oyendo 200 años de ratería. De un estado botín. Y cito a Neira: “Lo mal que le fue a Túpac Amaru ante los ejércitos borbónicos —esos que todavía no conocían a Bolívar o San Martín…” y solo así podemos explicar el rol de los grupos lobistas, las elecciones y el régimen fujimorista, el petróleo y el gas, el agua y la minería, las vulnerabilidades, el riesgo de que la nación se quede sin seguridad energética…
¿Qué más? Nada sobre los grandes libros de historia: don Nelson Manrique parece entender nuestro pasado: “Una república democrática no se puede hacer con dos mundos que no se conocen, criollos y cholos, que no son todavía hermanos e iguales”. Sin embargo, nuestras diferencias de piel, de estatus social, son una gran riqueza: desde la música, la poesía, el arte y grandes creadores. La heterogeneidad es estupenda. Pero para tener un Estado-nación, todos debemos cumplir por igual las leyes de nuestro país sin que eso nos vuelva tontos.
Las grandes naciones son las que tienen culturas diversas, por lo general, muy distintas unas de otras. Pero lo que tienen de bueno es la formalidad y la honestidad. En los intercambios y la manera como el mundo se modifica, todas esas potencias tienen una ética. El progreso tiene ese precio, algo moral sin lo cual, por muchas minas y otras riquezas, no saldremos de este desorden ni en un milenio. No se puede entender al Perú sin reconocer, como dice Manrique, la derecha en el país jugó un importante papel en la consolidación del mito de la forja de la nación como gesta militar.
Al cumplirse el centenario de la independencia, durante la década del 20, el Apra y los socialistas desafiaron la hegemonía ideológica oligárquica. Perdida la batalla de las ideas, la respuesta de la oligarquía fue excluir constitucionalmente al Apra y al Partido Comunista de la escena política, y ampararse detrás del poder de las Fuerzas Armadas, a las cuales se elevó al rango de “instituciones tutelares de la nación”. Lo cual es un contrasentido lógico, porque es pretender que un organismo constitucionalmente no deliberante (es decir, no político) tutele a una institución política por excelencia. Así, las Fuerzas Armadas terminaron convertidas en “el perro guardián de la oligarquía”, como certeramente las definió Juan Velasco Alvarado.