Hace un par de días, el 21 de febrero, Vladímir Putin fue tajante: “A Rusia no se le gana en el campo de batalla”. También dijo que Occidente quiere acabar con su país, que los rusos “están con la verdad” y hasta anunció que suspendía su participación en el acuerdo Nuevo START, el cual dispone que, tanto Estados Unidos como la Federación Rusa, reduzcan su arsenal nuclear.
En suma, ni un paso atrás, según las propias palabras del hombre fuerte del Kremlin. Hay, sin embargo, una entre línea en su discurso que sugiere alguna debilidad. “Rusia —dijo— superará paso a paso, cuidadosa y continuamente, los desafíos con los que se encuentre”. Acaso una manera de decir, decorosamente, que atacar Ucrania no fue un paseo, un ida y vuelta.
En los 12 meses transcurridos desde el aciago 24 de febrero del 2022, cuando comenzó la incursión de las tropas de Putin sobre Ucrania, se ha comprobado que la hipótesis de que “la operación militar especial” (así es como se debe llamar en Rusia al ataque sobre Kiev y otras ciudades) terminaría pronto no se ha cumplido. Ni se cumplirá próximamente.
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Se ha llegado a un punto en el que ninguno de los dos contendientes le puede torcer la mano al otro. Mientras Volodímir Zelenski siga siendo abastecido militarmente por la OTAN, Ucrania no retrocederá (Joe Biden se lo ha confirmado en una visita relámpago); en tanto que en el imaginario putiniano la derrota no está prevista. No es parte de su pensamiento y acción.
Esto sumerge a ambos países, y al mundo, en un escenario macabro: la guerra se puede degradar aún más, puede comenzar a parecerse a los espantosos conflictos bélicos de Siria y Yemen. Ya hay algunas señales alarmantes, como la reciente denuncia de la Universidad de Yale sobre el envío de 6 mil niños ucranianos a campos de reeducación por parte de las autoridades rusas.
Para Zelenski, además, ceder significaría perder el aura de combatiente que resiste que adquirió, algo inesperadamente, tras el inicio de los ataques. No se imagina aceptando el retorno de crimen a Ucrania, aun cuando la realidad lo contradice desde el 2014. Del lado ruso, renunciar a la anexión de Lugansk y Donetsk es impensable, a pesar de que no controla todos los rincones.
Tal cerrazón, sin embargo, podría conducir a ambos países al agotamiento político, social, económico y hasta emocional. Todo puede ser soportable, para un pueblo y sus dirigentes, mientras se avizore posibilidades reales de victoria. O en tanto el bolsillo no termine agujereado hasta extremos insufribles. Los muertos que se suman tampoco alientan ninguna fe.
Por todo esto, un acuerdo político, o al menos un alto al fuego, podría emerger en los próximos meses para sorpresa de los propios involucrados. La realidad puede imponerse como una necesidad, no como un deseo, y provocar un respiro. El problema es que, hasta que eso ocurra, la máquina de la muerte seguirá destrozando vidas, ciudades, esperanzas y hasta tratados.