Por: Ramiro Escobar, Profesor en la PUCP
Lo que pasa en Perú, en Brasil y en Honduras, o lo que pasó en Chile, tiene sin duda diversas explicaciones, que provienen de la laberíntica historia de cada país. Pero hay un dramático ingrediente central que siempre está presente: la desigualdad de todo calibre, el abismo entre supuestos pares ciudadanos, ya sea económico, social, cultural o político.
Es un asunto del que se habla poco, porque da vergüenza, porque queremos imaginar que no es real, porque endulzamos los términos y hablamos de los “menos favorecidos”, o de “inclusión social”. Porque sabemos que, en la experiencia cotidiana, hiere y deja preguntas que no se resuelven dando cifras macroeconómicas. La desigualdad es una tragedia silenciosa y dolorosa.
La especie humana, en general, es así: proclive a ganar al otro, algo que se pronuncia cuando se gatilla culturalmente más la competencia que la solidaridad, como ha ocurrido en los últimos 30 años, al ritmo de un liberalismo que, con frecuencia, confundió los derecho individuales con la codicia. Pero en América Latina el abismo social gana por tormentosa goleada.
Somos una de las regiones más desiguales del mundo. Un informe del PNUD, del 2019, registra que una mujer nacida en un barrio pobre de Santiago de Chile tiene 18 años menos de esperanza de vida que una mujer que nace en un barrio rico. La OCDE, un año antes, había determinado que a un pobre colombiano le tomaría 11 generaciones salir de su situación.
La época de la economía abierta, centrada en el entusiasmo por el mercado, tuvo sus logros y hasta hizo descender el índice Gini en la región. Según el BID, en el 2000 era de 0,559 y en el 2010 bajó a 0,516 (mientras más cerca del 1, más desigualdad). Pero hacia el 2020 volvió a subir. Según Gonzalo Assusa y Gabriel Kessler, hay un problema de percepción y realidad.
Esos números de mejoría pueden ser reales, pero en el terreno no significan una mejoría sustancial y tampoco implican grandes cambios en la vida de las personas. Incluso pueden implicar que la desigualdad se reduce hasta cierto punto, pero no más. Por añadidura, esta no es solo económica; la que se da en el plano social, o cultural, a veces es más brutal.
Ya no tiene que ver con el dinero que tienes, sino con quién eres, con si entras o no a tal o cual sitio. O hasta con tus votos. Y aún peor: en varios países de América Latina se cruza con tu color de piel, tu atuendo, tus costumbres, tus bailes, tus comidas. Puedes tener acceso a ciertos bienes. Aunque siempre habrá una puerta jerárquica que pondrá un candado.
Lula mencionó la desigualdad varias veces en su nuevo discurso de investidura, tal vez porque la lleva clavada en su memoria. Mientras tanto, acá, en el Perú, nos hacemos preguntas inútiles sobre el origen de la marea social, cuando en el fondo uno de los nudos de la furia desatada tiene que ver más con la triste sensación de que, por enésima vez, unos son más iguales que otros.
Lic. en Comunicación y Mag. en Estudios Culturales. Cobertura periodística: golpe contra Hugo Chávez (2002), acuerdo de paz con las FARC (2015), funeral de Fidel Castro (2016), investidura de D. Trump (2017), entrevista al expresidente José Mujica. Prof. de Relaciones Internac. en la U. Antonio Ruiz de Montoya y Fundación Academia Diplomática. Profesor de Relaciones Internacionales en la Pontificia Universidad Católica del Perú y Fundación Academia Diplomática.