Sí, ya lo sé. Es conservador y neoliberal. Pero que es un extraordinario escritor, eso nadie lo niega. Y Mario Vargas Llosa pasó a la historia al convertirse en miembro ilustre de la prestigiosa Academia Francesa. Ahí está, ocupando el sillón 18, que antes era de Alexis de Tocqueville en el siglo XIX.
Vemos: “—Cuatro— dijo el Jaguar. Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio”. Que así comienza La ciudad y los perros.
El mejor arranque de novela que había leído ese 1963. O este otro: “El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil”. Que es el principio de La guerra del fin del mundo.
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Pero el escritor es mucho más que eso. Porque fue periodista precoz cuando aún escolar y a los 14 años ingresó de reportero del diario La Crónica de Lima. Y ahí nos está advirtiendo: “Un escritor tiene la ventaja de que puede convertir un fracaso en materia literaria, y eso lo alivia. La escritura es una venganza, un desquite de la vida”.
Y voy a recordar aquel solitario y frío invierno de 1983 cuando lo visitamos con el fotógrafo Severo Huaicochea a su casa, llegamos al nublado Barranco llenos de incógnitas. Y de pronto comprendí a cabalidad lo que era la soledad del escritor. Lo íbamos a atrapar en su misterio. Su soledad de solemnidad frente a la página en blanco.
Cita para dos, el hombre y su máquina. Mejor, reunión de un dúo de a uno. Teclas a la espera de unos dedos. Dedos titilantes en ese afán de escribirlo todo. Escritura de un seducido deicida, solitario y final.
En otras oportunidades confesó que muchas cosas de su escritura se las debe a todo lo que he vivido con el periodismo; por ejemplo, Conversación en La Catedral no la hubiera podido escribir sin el periodismo. Un capo el Mario.
Tan solo llegar a París en 1959, el joven escritor se compró un ejemplar de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, y ahí está su sentencia final: “Me acerco a la muerte sin pensar en ella, sin temerla.
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Mientras trabajo me siento invulnerable”. Eso y esto es el amor a la página en blanco, aquella que tenemos que embarazar dulcemente con ‘el sutil veneno de la perennidad’. Un lujo.