La coincidencia en el tiempo del informe de la revista The Economist sobre la situación de nuestra democracia y el entrampe en el Congreso para buscar salidas a la actual crisis política nos muestra, de dos diferentes maneras, los problemas de nuestra cultura política, esto es, la forma en que nos vemos a nosotros mismos, al Estado, y cómo estamos habituados a resolver conflictos y gestionar el poder.
Cabe una remota posibilidad de que esta semana, en el Parlamento, se presente alguna creativa propuesta (“el Congreso lo puede todo”, dicen) y que el actual impasse se resuelva, al menos temporalmente, pero la probabilidad es muy baja. En la cabeza de algunos congresistas, y puede que también en la de la presidenta Dina Boluarte, debe estar circulando la idea de que las protestas están bajando de intensidad, que se están manejando y que es cosa de que pasen unas semanas más para que el Gobierno tome la iniciativa.
¿Para qué renunciar o adelantar elecciones entonces? Se preguntarán. Los cierres de carreteras siguen, pero es cierto que muchos puntos han sido liberados, las protestas se mantienen, pero muchas son más pacíficas (pero además presentan problemas para sostenerse) y las fuerzas del orden están actuando a veces con tino y otras excediéndose, últimamente con periodistas, pero parecen estar mejor organizadas. Al menos en estos momentos, la situación sigue tensa, pero se ha frenado la escalada de violencia. No estamos viendo lo mismo de los primeros días.
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Sin embargo, la actual calma relativa puede ser solo un descanso para retomar la movilización. Puede que la reactivación de las protestas se concentre más en el sur, donde ya se decretó el toque de queda, y que Lima acompañe. En todo caso, podemos estar ante un escenario donde las movilizaciones y el conflicto se ubiquen en un lugar de mediana intensidad durante un corto tiempo, pero ya hemos visto que en cualquier momento la violencia de uno u otro lado explota. La imagen que se están haciendo algunos congresistas y la presidenta es errada.
Más de 50 muertos no es algo que la gente olvida no solo por el dolor familiar, sino por todo el simbolismo que rodea ese momento dramático de nuestra historia. Si las protestas iniciales, desde el punto de vista de la población, no de los activistas, estuvo vinculada con la “salida” de Pedro Castillo, la respuesta militar solo ahondó el problema.
Es un hecho que ha servido para que muchas personas se sientan identificadas con la protesta. Les da un sentido emocional que termina siendo más importante aún que el apoyo a una asamblea constituyente. Eso no justifica la protesta violenta, pero sí genera una solidaridad que alimenta el reclamo por justicia y cambio.
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Por otro lado, el efecto que en nuestra deteriorada cultura política tenga todo esto es preocupante. Por lo pronto, el efecto en lo electoral es un albur. Las encuestas en las que se ha preguntado por la intención de voto indican que la gente sigue muy molesta y a la vez sin identificar alguien que en la escena política exprese su sentir. El apoyo a un cambio en la Constitución es todavía un cajón de sastre que puede devenir en desastre.
Es muy probable que, en muchos sectores, el cambio de la Constitución esté vinculado más con la actitud “anti-establishment”, que nuestro Congreso y partidos solo se dedican a profundizar. De alguna manera, la represión desmedida del Gobierno de Duque en Colombia terminó con Petro en el poder.
Sin embargo, la reciente encuesta de CPI indicaba, de manera general, que, puesta a escoger, la gente votaría por un candidato de “centro” o “centro derecha”, lo que esto signifique para las personas. El tema más preocupante es que la violencia, y no el debate o la negociación, va tomando protagonismo como canal para llevar adelante los intereses de uno y otro sector.