Cuatro meses atrás, The Economist publicó un artículo en el que calificaba al entonces presidente de incompetente y al Legislativo de una institución carente de credibilidad.
El relato sobre los incesantes cambios en el gabinete, la falta de aptitud de Castillo y los intentos de vacancia por parte del Congreso no dejaban de asombrar, incluso en comparación con la volatilidad de muchas democracias latinoamericanas.
En pocas semanas, el acelerado desgaste de nuestras instituciones alcanzó un pico súbito y sus funestas consecuencias crearon un entrampamiento que ha acumulado suficientes deméritos para degradar a nuestro sistema político de una ‘democracia imperfecta’ a un ‘régimen híbrido’ en el que rasgos del autoritarismo conviven con elementos democráticos.
Los resultados del último Índice Global de Democracia publicado por la misma organización ubican al Perú entre los países con peores puntajes en cultura política en América Latina. Este resultado es causa y síntoma de algo que hemos llegado a entender rápidamente desde que Dina Boluarte asumió el poder: legalidad no es lo mismo que legitimidad.
Esta distinción importa porque la forma en cómo entendemos la relación entre estos elementos influencia el comportamiento político de una sociedad. En nuestro caso, la extrema polarización que observamos.
Quienes no dan su brazo a torcer arguyendo que la Constitución dicta un periodo parlamentario de cinco años desconocen a quienes han dejado de ver a sus representantes como voceros legítimos de sus intereses, y viceversa.
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No hemos podido construir consensos porque, más allá de intereses personales, hay creencias individuales que se asumen como correctas; para algunos, la legalidad tiene una legitimidad intrínseca y, para otros, la legitimidad tiene una validez que trasciende cualquier norma porque emana del pueblo. No hay salidas fáciles a esta crisis, pero encontrar el balance entre lo moral, lo político y lo legal puede ser un punto de partida.