“Las mentiras pueden destruir la democracia”
-Federico Finchelstein
Primero murieron los partidos, luego nos quedamos sin políticos, después sin política, y por último, sin democracia. En menos de dos meses desde que asumió la presidencia, Dina Boluarte tiene en su haber casi medio centenar de muertos a manos de las Fuerzas Armadas y policiales. De seguir en este ritmo, y de no renunciar, como es el cada vez más fuerte clamor popular, podría terminar con 365 muertos en un año.
Solo el hecho de pensarlo es escalofriante. El verla a ella, al premier Otárola y a la mayoría congresal inflexibles en su decisión de aferrarse al poder mientras el país se desangra y se ensaña nuevamente con las mismas poblaciones que más sufrieron la violencia de los años ochenta y comienzos de los noventa —en su mayoría pobres de procedencia rural y quechuahablantes— rebasa lo que una persona en sus cabales intelectuales y emocionales puede aceptar. ¿Cuántos peruanos más deben perder la vida para que opten por la sensatez?
El hecho de que estemos contando muertos en vez de hablar de, por ejemplo, un plan de gobierno, sugiere que el Gobierno ha decidido reemplazar la política con las balas. No tenemos tampoco un equilibrio de poderes porque la condición para que Boluarte asuma la presidencia fue que el Congreso la libere de una investigación en curso, y ahora cogobierna con su ala de ultraderecha. Sin independencia de poderes no hay democracia.
La Fiscalía de la Nación no es garantía de independencia, y tampoco lo es el Tribunal Constitucional. Solo lo son los órganos electorales (y por eso hay un plan en el Congreso para neutralizarlos), y la Defensoría del Pueblo, cuya titular hace un excelente trabajo, pero es interina.
Súmese a ello los actos intimidatorios que ha perpetrado el Gobierno, como la arbitraria y violenta intervención policial en la Universidad Mayor de San Marcos, invadida por 400 agentes y una tanqueta, y donde vejaron y detuvieron a casi 200 estudiantes y huéspedes de diversas regiones que llegaron para aunarse a las marchas; la militarización del país; el estado de emergencia; el bloqueo de carreteras, que es parte del paro.
Las demandas de los manifestantes, más allá de la diversidad de grupos, se resumen en tres puntos que suman cada vez mayor aceptación en la población: la renuncia de Dina Boluarte, elecciones generales adelantadas al 2023 y referéndum para una asamblea constituyente.
Pero ni el Gobierno ni el Congreso ceden y mientras tanto se incrementan la violencia y el control militar del país. Ayer por primera vez ha habido un muerto en las manifestaciones en Lima: Víctor Raúl Santisteban Yacsavilca, de 55 años, originario de Yauyos, quien se aunó a las marchas y terminó fulminado por un impacto de bala en el cráneo. Reportes de testigos anotan que la represión fue especialmente fuerte esa noche.
La periodista Jacqueline Fowks anotó: “La policía disparó anoche a muchas personas a la altura de la cabeza en la manifestación en la av. Abancay”, añadiendo que desde que “empezaron las manifestaciones en Lima que piden adelanto de elecciones, esta noche del sábado #28E el comportamiento de la policía ha sido el más brutal”.
El primer muerto por la represión en Lima cruza una línea que muchos pensaron que el Gobierno no se atrevería a cruzar y presagia un camino todavía más tenebroso. El hecho de que ninguna autoridad salga a declarar prontamente después de que ciudadanos son abaleados y brutalmente golpeados por las fuerzas del orden sugiere que la violencia estatal se está normalizando. Igual de preocupantes son los discursos de la presidenta, plagados de falsedades e incoherencias.
Ha llegado a sugerir sin evidencias, que en Puno, donde se cometió la peor masacre (21 personas ejecutadas extrajudicialmente), las muertes se produjeron por “armas artesanales” fabricadas por los propios manifestantes, y ha repetido el ya desmentido argumento de que los manifestantes recibieron armas de Bolivia, en curiosa coincidencia con las noticias falsas esparcidas por los tabloides del grupo El Comercio. Todo ello indica que otra de las víctimas del temible giro que el Gobierno está dando hacia una dictadura autoritaria con tintes fascistas ha sido la verdad.
En su libro A Brief History of Fascist Lies (Una breve historia de las mentiras fascistas) (University of California Press, 2020), el historiador Federico Finchelstein sostiene que “históricamente las mentiras han sido el punto de partida de las políticas antidemocráticas”. Recuerda, asimismo, que si bien para la filósofa Hannah Arendt, la política siempre ha tenido una relación tensa con la verdad, en el fascismo “la resolución de esa tensión implica la destrucción de la política. La mentira organizada define al fascismo”.
Por ello, en estos momentos en que ya se han perdido tantas vidas, es imperativo que los medios de mayor llegada a la población dejen de tergiversar los hechos e informen equilibradamente, sin disfrazar la violencia de la represión que se ha llevado la vida de casi cincuenta peruanos. Porque somos miles quienes seguimos los acontecimientos en vivo gracias a las tecnologías digitales y podemos corroborar cómo dichos medios desinforman, o simplemente mienten. No sea que cuando se decidan a hacerlo sea algo tarde y la violencia ya esté tocando sus puertas.
Por último, es imperativo dejar de estigmatizar a los manifestantes como “terroristas”, término que con frecuencia suele recaer más en las poblaciones campesinas que paradójicamente sufrieron más la violencia de los ochenta y noventa.
Considerando que otro de los ingredientes del fascismo es la polarización de la sociedad en dos campos y la construcción de un enemigo interno con características raciales o “étnicas” especificas, al que solo cabe matar, el terruqueo puede ser solo la antesala de las balas. Solo un compromiso sincero con la democracia puede evitar más violencia. Pero eso no podrá suceder sin ganar primero la batalla de la verdad.