“La justicia en el Perú no existe para nosotros, los campesinos”
— Luzmila Alarcón, Ayacucho, diciembre, 2022.
En una columna reciente en este diario, la politóloga Jo-Marie Burt definía la situación política del Perú como “una grave crisis de los derechos humanos”. Y añadía: “Si el gobierno peruano no lo ha visto así, la comunidad internacional sí”.
No le falta razón. La forma como los más importantes diarios del mundo (The New York Times, Le Monde) vienen cubriendo la situación política del Perú contrasta radicalmente con la forma como lo hacen los diarios peruanos, salvo excepciones como La República, Uno, y medios alternativos en Internet. Mientras en el exterior presentan análisis de la crisis y testimonios del dolor, rabia e impotencia en que han quedado los familiares de los jóvenes y niños muertos en la represión a las protestas, la prensa peruana dominante no puede ver otra cosa que vándalos, terroristas, azuzadores y narcotraficantes, cuyas muertes no merecen ser denunciadas, menos dolidas. De esa manera, buscan negar un reclamo social que es real.
La forma en que el sector que monopoliza los medios filtra la realidad, a tono con este gobierno que quiere “pasar la página” después de 28 muertos producto de la represión de las protestas recientes, me ha hecho volver a pensar en la idea de la sociedad peruana como un apartheid de facto. Un apartheid tan arraigado que no necesita leyes porque está enquistado en los hábitos mentales del sector dominante, y tiene licencia social. El gobierno de Dina Boluarte, la que postuló como vicepresidenta con un partido de izquierda, la que se llenaba la boca de los “nadies”, ha tomado el partido de sus opositores, la ultraderecha y el fujimorismo, escudada por las Fuerzas Armadas, y es hoy su principal verdugo. ¿Se cierne sobre el Perú la sombra de Nicaragua?
Basta ver algunos de los videos que circulan, provenientes de los lugares con el mayor número de asesinados por impacto de armas de fuego en las protestas, incluyendo niños y adolescentes (Ayacucho 10, Apurímac 6), para constatar que el abuso de la fuerza por parte de las FF. AA. al amparo del estado de emergencia decretado por Boluarte y su ahora premier Otárola recae solo sobre ciudadanos de cierto perfil: gente de regiones y zonas rurales, hijos de familias quechuahablantes en pobreza extrema. Y, o gente que está en el “lugar equivocado”, como el de una federación campesina o un partido de izquierda. Un video muestra cómo los militares en Apurímac impiden el paso y acosan a preguntas, arma en mano, a un grupo de jóvenes de que caminaban completamente desarmados; luego de unos forcejeos, la cámara se para. En otro, de la misma región, se ve cómo los policías destrozan a patadas una olla común en Abancay, arrojando la comida al suelo. La encargada era una mujer quechuahablante que se presentó luego en un medio local denunciando cómo los insultaban además como “indios” y “terroristas”.
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Los videos, desgarradores, de los sepelios de los muertos en la represión en Ayacucho y Apurímac, que no quiere transmitir la TV peruana, muestran a familias campesinas quechuahablantes muy pobres, las mismas que fueron el blanco de la mayor violencia en los 80 y 90, como si no hubiéramos aprendido nada. El estado de emergencia ha hecho que la línea divisoria, tácita en nuestra sociedad, entre quienes son considerados humanos con derechos y seres dispensables, se convierta en mortal. Esa medida debe parar. Desde el comienzo de nuestra república, todas nuestras constituciones garantizan la igualdad ante la ley. Pero no lo acaban de entender quienes están encargados de implementar este derecho. Por eso dijo García sobre los peruanos que protestaban en Bagua: “no son ciudadanos de primera clase”. Por eso María del Carmen Alva no piensa en peruanos sino en “blancos e indios”. Somos pues un apartheid donde las vidas, el dolor y los derechos de los que viven en ciertos lugares “allá en las serranías” —como alguien dijera en las elecciones del 2021 buscando un pretexto para anular sus votos— no cuentan, salvo para ser denigrados como terroristas y otros apelativos estigmatizantes. El hasta hace poco premier de Boluarte, el señor Angulo, ha culpado a la gente “que traen de las alturas”, “que no entienden castellano”, de que los maten.
En su ensayo “República sin ciudadanos” (1988), el historiador Alberto Flores-Galindo propuso que el origen del racismo peruano debía buscarse en el régimen de haciendas; ese mundo de señores y siervos, donde los señores tenían los derechos y privilegios y los siervos y los pongos solo obligaciones; y donde las vidas de los últimos estaban a merced de los primeros. El sociólogo Guillermo Nugent prefiere hablar de “gamonalismo” más que de racismo. Y aunque la reforma agraria de Velasco terminó con las grandes haciendas serranas y el régimen gamonal, la mentalidad gamonal ha persistido en nuestra sociedad. Y lo que es peor, se implementa y se condona desde el propio Estado.
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Esta violencia no puede sino generar más violencia, como lo presagian los desgarradores llantos de los deudos en los sepelios de los muertos por la represión en Ayacucho y Andahuaylas, donde hasta niñas corean, entre llantos, “la sangre derramada jamás será olvidada” y donde el grito más atronador es “¡justicia!”. Una forma de repetir los ciclos de violencia es repitiendo la negación, es decir, impidiendo que verdades incómodas salgan a flote. Por eso, la prensa que calla o desinforma es también cómplice del ciclo de violencia que no acaba.
En 1981, un ministro del Interior renunció a su cargo por la muerte de un estudiante a manos de la policía en el Cuzco. Hoy se premia al responsable de 28 muertes con el premierato. Hoy, el Congreso condecora a un usurpador de la presidencia y responsable de dos asesinatos. El país no puede continuar en esta trayectoria infame de desprecio por la vida del otro sin deshumanizarnos a todos. A la presidenta Boluarte le gusta mucho hablar en quechua. Bien haría en escucharlo.
Foto: AFP