Tras el fallido intento de golpe de Pedro Castillo y su destitución por el Congreso, al menos 25 personas, tres de ellas menores de edad, han fallecido. Según la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, 20 murieron por impacto de bala, 9 a manos de las FF. AA. en Ayacucho, 11 en otras regiones, por la policía. Casi 300 civiles y 150 policías han sido heridos.
Esta es una grave crisis de los derechos humanos. Si el gobierno peruano no lo ha visto así, la comunidad internacional sí. El 14 de diciembre, 185 organizaciones de derechos humanos a nivel mundial llamaron a que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos realizara una visita en situ ante la gravedad de la situación. Por esa razón, la delegación de la CIDH inicia su visita hoy.
La CIDH encontrará un gobierno que ha buscado negar insistentemente la legitimidad de las movilizaciones sociales que han ido creciendo en volumen e intensidad desde el 7 de diciembre.
Encontrarán un gobierno que con el discurso enfocado en los hechos de violencia buscan reducir las movilizaciones a acciones de un grupo pequeño de personas extremistas —que deben ser investigadas— para así desconocer la voluntad de miles de peruanos y peruanas que han salido a las calles para demostrar su desconformidad con la situación actual.
El primer ministro y otros ministros han dicho insistentemente que las movilizaciones son manipuladas por extremistas; la presidenta en funciones ha referido a “grupos violentistas” y “grupos conflictivos”, y en su conferencia de prensa del sábado pasado, restó cualquier legitimidad a los y las manifestantes.
Incluso, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, en la misma conferencia, fue llamado por la presidenta “para que explique al país el caos que se ha generado ese grupo violentista”; él, vestido de camuflaje, no solo reportó sino editorializó que las protestas son producto de “malos peruanos” que “están completamente equivocados” y se refirió a ellos como “violentistas” y “terroristas”.
La política del miedo —la utilización del miedo como instrumento de desmovilizar a la sociedad, de acallar sus demandas, de estigmatizar a los oponentes, también conocido como el “terruqueo”— tiene larga data en el Perú. He escrito sobre cómo fue utilizado durante los ochentas y especialmente durante el fujimorato.
Ha sido utilizado en los 22 años de democracia por la derecha para aniquilar a sus oponentes políticos, para deslegitimar a quienes piensan diferente, hasta para censurar expresiones culturales que cuestionan su hegemonía.
Hoy, un en contexto extremadamente volátil, con 83% de la población demandando el cierre de un Congreso que tiene su espalda al país y la convocatoria a nuevas elecciones, el discurso estigmatizador del terruqueo no solo busca aniquilar la humanidad de sus adversarios sino, como hemos visto, justificar su desaparición física. Eso ya lo hemos vivido. Es necesario pararlo, antes de que sea muy tarde. Para más de 25 familias peruanas ya lo es.
Doctora en ciencia política por Columbia University. Profesora en George Mason University y Asesora Principal de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), investiga sobre violencia política, autoritarismo, derechos humanos, y justicia transicional en América Latina.