Una delegación de la OEA llega al país con la tarea de informarse sobre la situación de nuestras instituciones democráticas. La presencia del grupo, los contactos y declaraciones que realice, así como los elementos que consigne en su informe, son el nuevo escenario de disputa entre los poderes del Estado, la prensa limeñocéntrica, la izquierda gobiernista, la derecha golpista y los demás actores del organizado desorden que llamamos política peruana.
En estricto, el interés no es tanto lo que el grupo informe al Consejo Permanente OEA, sino cómo la ocasión puede servir a las partes en conflicto a afianzar sus respectivas agendas y ganar aire para una disputa que tiene para rato. Del lado de quienes pugnan por interrumpir el mandato presidencial, el apremio ha sido engordar el “expediente” de Castillo, incluyendo la inaudita acusación de traición a la patria, reviviendo de paso a sus trasnochados promotores. La debilidad de la causa o la mediocridad del sustento son lo de menos, pues lo que importa es generar hechos políticos que no puedan ser ignorados por la visita, a riesgo de que se señale a la delegación de parcializada.
Del lado del Gobierno —y de lo que queda del oficialismo— continuará la victimización, un libreto lamentable que Castillo y compañía aplican ante toda acusación en su contra, algo que ya hemos criticado en esta columna (23/10/22). Esa ruta ha sido efectiva para el Gobierno, en tanto cuenta con la increíble torpeza de sus opositores, que no desperdician oportunidades para lucir su clasismo y racismo. Este camino conduce a un deterioro aún mayor de la escena pública, reducida a la confrontación entre periodistas ‘de conversación’ y voceros oficiales, poblada de generales (r) y almirantes (r) frustrados, magistrados corruptos y un premier cada vez más destemplado, cual dinosaurio que intuye su extinción.
La Comisión de la OEA llega el 21 de noviembre al Perú para entablar reuniones con altos dirigentes nacionales. Foto: difusión
Hasta aquí un apretado resumen del “ánimo democrático” que encontrarán nuestros visitantes durante su corta estadía. Y es que bajo la apariencia de un conflicto de poderes y la superficie de una amenaza a la “preservación de la institucionalidad democrática y la democracia representativa” bulle en realidad una crisis agotadora, profunda, persistente, acumulada en la continuidad de un régimen político y económico que concentra privilegios para unos pocos y distribuye privaciones entre las mayorías, deformando los canales de la relación entre Estado y sociedad. En esa historia, Castillo es un episodio más, sí, pero uno más agobiante en tanto que su victoria electoral sobre la derecha y el fujimorismo no solo no abrió un camino de recomposición de la democracia —responsabilidad compartida con quienes lo rechazan— sino que tampoco logró convertirse en una victoria social con reivindicaciones efectivas para las clases populares y trabajadoras —responsabilidad básicamente de Castillo y su entorno—.
Estamos pues ante crisis de diferentes escalas. Una importante pero episódica, que tiene en su centro a Castillo, al Congreso y a la fiscal de la nación, con sus respectivos círculos corruptos, y que —hay que dejarlo claro— tiene su origen en el rechazo de un reducido núcleo político al hecho indiscutible de la elección democrática de Castillo, que al engarzarse con la ineptitud presidencial, nos ha llevado contra las cuerdas. La otra es una crisis de la democracia misma en el Perú, en la que la representación continúa secuestrada, los lobbies y la corrupción se renuevan con apenas un cambio de (color de) piel, y el país funciona básicamente porque la redistribución corre por cuenta de economías delictivas o de actividades informales y precarias, sin proyecto nacional y sin tomar en cuenta a la gente.