La forma como organizamos el espacio público dice mucho de nosotros, de las tensiones entre los que tienen el poder, los que toman las decisiones y los que no; de las autoridades y los que delegaron su autoridad; los que los eligieron y los que en algún momento confiaron en ellos.
Las calles, las veredas, las fachadas de los lugares que habitamos nos expresan y hasta nos delatan. Aunque cuando las vemos o las sufrimos no pensamos que somos también todas ellas. Los monumentos también nos señalan.
Desde abril de 2021, el distrito de Pueblo Libre –¡qué nombre tan bonito tiene!–, en Lima, memoriza a muchas mujeres que de distintas formas fueron parte de la lucha por nuestra independencia del poder español. Se funda un “Boulevard de las Patricias” con un texto donde aparecen juntas las palabras igualdad y libertad (no es común y es bueno). Están “Doña Micaela Bastidas” en compañía de una lista de mujeres vinculadas al levantamiento tupacamarista de 1780. Marcela Castro Puyacahua –está, pero sin el “doña”– presenta una larga lista de las que formaron la “Caravana de la muerte” y un pequeño texto sobre la fatídica marcha y tristísimo exilio que sufrieron las pocas que la sobrevivieron. En este caso los apellidos preceden a los nombres de las mujeres. El busto de Tomasa Tito Condemayta precede a las “mártires y heroínas”, cuyos nombres y apellidos esta vez sí van en ese orden. Manuela Sáenz (qué bueno que la hagamos nuestra y sin Bolívar al lado) y varias de sus contemporáneas están listadas, se trata de las “patricias”. Antonia Moreno de Cáceres (incluida aunque participara de otra guerra) representa a las “damas de la defensa nacional”, cuya mención la precede un texto que las define como madres, esposas e hijas, además marcadas con las virtudes de abnegación y sacrificio; se recoge su experiencia en función del parentesco.
A la discrecionalidad del uso de términos como damas, mujeres y doñas se suma aquella respecto a “niñas” y “menores”. Este último las inferioriza. Sin duda, las formas de clasificar a las mujeres a las que se recurre para hacerlas parte de la narrativa histórica, y perennizarlas en lo visual de lo público, son también un testimonio histórico, nos dicen de las ambivalencias de ese empeño y de lo que todavía no se resuelve del todo.
Lejos de desmerecer esta iniciativa municipal para hacernos parte de la memoria y ahondar el sentido de lo público, no está demás llamar la atención sobre la confusión de criterios usados por la autoridad para insertar a las mujeres en el espacio público. Pareciera que para formar la narrativa nacional, las mujeres deben ser otra cosa, ¿por qué el término “mujer” no es suficiente?, ¿qué significa el no usarlo?, ¿desde qué incomodidades y temores se nos define? Es como si el término “dama” fuese un recurso para evitar reconocer lo que somos, alimentar las jerarquías y mantener el poder.