La imagen de un péndulo que oscila entre dos polos es un ícono habitual para describir la alternancia democrática en sistemas políticos abiertos de libre concurrencia competitiva. Simbolizaría, de algún modo, la inevitabilidad y quizá con ello, la naturalidad de los vaivenes entre opciones políticas de signo político diferente al mando del gobierno de una nación.
Pero los símbolos, como las palabras, no son inocuos. Sin ir más lejos “Manantial de Paz”, “Justicia Infinita”, “Libertad Duradera” son nombres de operaciones militares con decenas de miles de muertos y destrucción de infraestructuras vitales a sus espaldas. Del mismo modo la imagen del péndulo activaría un marco mental que nos remite a equilibrio, estabilidad, justo intercambio.
Nada más lejos de la realidad de este aparentemente inocente símbolo. La historia reciente nos enseña que el péndulo latinoamericano está trucado.
Las reglas de juego de la democracia representativa se invocan pero no se respetan. La experiencia de las dos primeras décadas del siglo nos muestran como quienes han detentado el poder simbólico, económico y político durante los últimos quinientos años no están dispuestos a ver sacrificados los privilegios que este comporta en el altar de la democracia liberal.
Y es que el problema de la democracia liberal estriba en que cada persona es igual ante la ley y ante las urnas y en el continente más desigual del mundo esta regla predestinaba gobiernos populares en toda la región.
Una vez constatado que los perdedores del sistema, las mayorías, votarían por aquellos que apostaban por cambiarlo, desde Correa hasta Chávez pasando por Evo Morales, los Kirchner, Dilma y Lula y Pepe Mujica, aquellos que veían amenazados sus privilegios cambiaron de estrategia.
Así nació el lawfare, los golpes parlamentarios o golpes blandos y el impeachment como herramienta de destrucción del adversario. Poco importa que la legitimidad de las instituciones y la de la propia democracia representativa se quede en la cuneta.
La democracia nunca fue el objetivo, solo un instrumento. El caso más representativo y reciente es el de Bolivia. En el país andino hoy el ministro de Gobierno anuncia que negará el derecho al voto a toda una región −el Chapare− por el único delito intolerable para su particular democracia: ser abrumadoramente favorables a Evo Morales.
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Este mismo gobierno ha abolido la incipiente laicidad del Estado y ha prohibido a los funcionarios indígenas el uso de su propia vestimenta, un apartheid en toda regla. En ausencia de legitimidad, la fuerza es la única herramienta para imponer el dominio cultural de una minoría sobre la mayoría.
En esta ocasión la minoría blanca ha estallado tras trece años en los que han vivido el gobierno de Evo Morales, el gobierno de un indígena, como una aberración, una alteración de la propia naturaleza de la historia en la que un grupo social se sentía predestinado a gobernar sobre otros. Cuando la razón sucumbe a la fuerza estamos ante malos tiempos para la democracia.