
Dedicarse al arte en un país como el Perú ya es, desde cualquier perspectiva, sinónimo de ansiedad y frustración. Claro, es lo que opina una persona que no necesariamente tiene el gen artístico o como se le llame exactamente a la vocación que precisa, desde lo más hondo de sus fibras, el artista.
Bríos que se liberan y mueven en sincronía liberalizadora ante el estrés y desde los nudos musculares -en el alma- que genera la subsistencia, la supervivencia, de un peruano cualquiera.
Pueden pasar los años, las décadas, y la miseria es algo que se enconde y de la cual uno se avergüenza. Más el pobre.
Ese miedo, esa repulsión se hace vida ante la misma reacción de los espectadores que repelen el hecho de asumirse, a sí mismos, pobres, vulnerables económicos, precarios. En otras palabras, una clase media regular en un país como el nuestro.
La historia del papá de Job Mansilla, Chimi, es el relato de una tragedia que busca sanar. Es una tragedia sanadora.
Aborda la historia de su padre, un popular cómico ambulante, a partir de los ojos de un hijo que aún busca el reconocimiento y el amor de quien es, por sus propias palabras, su modelo a seguir.
La historia de superación precaria, absolutamente vulnerable, se hace tangible en el desarrollo del drama con genialidad, disfrazada de comedia.
Las conexiones psicoanalíticas son ricas y, por ende, focos de observación acompañante del cual resulta altamente difícil zafarse si se cuenta con un mínimo de humanidad. La empatía hace que, por momentos, la risa supere a la pena que genera, por ejemplo, comprender lo que significa el truncamiento de la vida plena adulta -de una persona sin recursos mínimos de subsistencia- ante la aparición inadvertida y, por cierto, devastadora, de una enfermedad como el cáncer.
Y, en esa batalla por la vida, está la vigilancia de un hijo que ve consigo la desesperación por una búsqueda de apoyo, de cualquier tipo, ante el destino que ve más pronto que tarde.
El Hazmerreir es el encuentro, post mortem, del vínculo afectivo de un hijo, aunque adulto, aún niño, que anhela un “te amo” o tan solo una risa de su padre.
Solo se entiende en la preciosa línea final de la obra, en la que, por culmen, encuentra en la liberación del llanto. Una sinapsis que da sentido a la vida, que solo es posible a través de la imaginada constatación de la silueta que remite al padre que, en la oscuridad, y sin diálogo, lo valida con su presencia.
Solo ahí, y con los ojos brillantes, la sanación a través de la memoria, es efectiva.

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