Durante el verano, me puse al día con algunas publicaciones peruanas del 2023. Entre ellas, una antología de cuento peruano post-2000 que no voy a mencionar (quien escribe no tiene problema alguno en hacerlo), en especial porque obtuvo lo que merecía: el silencio. Se trata de un proyecto que pudo llegar a ser un valioso documento de referencia, pero no lo fue por falta de conocimiento de causa del universo narrativo abordado y por inevitables sentimientos menores. Pero si algo positivo me deparó su lectura, fue que despertó en mí un saludable ejercicio de memoria sobre el tránsito de la narrativa peruana desde el año 2000.
En épocas signadas por el alocado posicionamiento de no pocos autores y autoras locales (tanto en Lima y en provincias), sería bueno parar un poco y analizar nuestro presente narrativo partiendo desde el inicio de la fiesta y mirar con calma el camino recorrido de la narrativa peruana (novela y cuento). En este sentido, me atrevería a precisar que la visibilidad de los entonces nuevos narradores empezó en 2004 con la presentación, en la FIL de aquel año, de Casa de Islandia de Luis Hernán Castañeda y Parque de Las Leyendas de Carlos Gallardo, ambas vía Estruendomudo. Visto a la distancia, es un acontecimiento, porque meses después aparecieron otros autores que firmaban la impresión dejada en la mencionada presentación: estábamos ante una seguidilla de primeros libros de muy buena factura, lo cual también permitió ubicar mejor a las voces que aparecieron poco tiempo atrás, tal es el caso de Pedro Llosa con Viento en proa y París personal de Marco García Falcón, cuentarios de 2002.
Siguiendo en la línea del relato breve, ¿acaso olvidamos la publicación de El pez que aprendió a caminar de Claudia Ulloa Donoso?, ¿el ruido mediático acompañado de reseñas positivas que generó Leonardo Aguirre con Manual para cazar plumíferos? Sumemos: Miguel Ruiz Effio y La habitación del suicida; Johann Page y Los puertos extremos; Carlos Yushimito y Las islas; Alexis Iparraguirre y El inventario de las naves; Augusto Effio y Lecciones de origami; Edwin Chávez y 1922; Daniel Alarcón llegó en 2006; Jeremías Gamboa y Punto de fuga; y Susanne Noltenius con Crisis respiratoria. No creo exagerar, pero este conjunto de libros iniciales (2004-2007) no tiene parangón en la historia narrativa peruana. Juntos son dinamita.
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En el plano de la novela, Santiago Roncagliolo ganó a fines de 2005 el premio Alfaguara con Abril rojo, Christopher Van Ginhoven publicó La evasión, César Gutiérrez hizo lo propio con Bombardero, Diego Trelles y El círculo de los escritores asesinos, Ezio Neyra y Habrá que hacer algo mientras tanto, Martín Roldán y Generación Cochebomba; y Karina Pacheco y La voluntad del molle. A este grupo añado a Santiago del Prado y su Camino de Ximena de 2003 y a Sandro Bossio y El llanto de las tinieblas de 2002.
A partir del 2008, el panorama de conjunto se quiebra, como suele ocurrir en todo proceso literario. Eso no quiere decir que lo que vino después haya desentonado. Para nada. Aparecieron Francisco Ángeles, María José Caro, Ulises Gutiérrez, Christian Solano, Jennifer Thorndike, J. J. Maldonado, Rafael Dumett, Christ Gutiérrez, Orlando Mazeyra, Richard Parra, Alina Gadea, Juan Manuel Robles, Rafael Inocente, Julio Durán, Gustavo Faverón, Christian Briceño, Gabriel Rimachi (reapareció en gran forma con su novela La casa de los vientos), Miluska Benavides, Katya Adaui, Gabriela Wiener, Aarón Alva y Mariangella Ugarelli.
Lógicamente, a esta lista, faltarían tres nombres más, como máximo (incluir a todos es demagogia y el lector se da cuenta de la trampa), y he mencionado a los que tienen más de un libro publicado sin descuidar la calidad.
Que sirva de testimonio, y prueba, de que cosas útiles se pueden hacer por la narrativa peruana del presente siglo siempre y cuando se lean libros y no personas. Entre la gloria y el zafarrancho, hay un solo paso. Mucho cuidado.