No llegué a conocer personalmente a Eloy Jáuregui. Estuve cerca cuando muy joven fui a La Habana y él vivía ahí. Una amiga me recomendó buscarlo, pero tontamente no lo hice. Me arrepiento. Hoy, le rendimos homenaje a través de los recuerdos de algunos de sus amigos.
Cruza el Patio de Letras de San Marcos y yo lo reconozco: hacía poco había publicado unos excelentes poemas titulados ‘Fotografías’, en el suplemento cultural de La Crónica. Empezamos a conversar, me cuenta que ha ingresado a Lingüística. Corre el invierno de 1975. Mi primera lectura de su poesía ocurrió en julio de 1973 cuando —estando en Lima, yo vivía en Piura aún— disfrutaba de sus escritos publicados en el tabloide de Hora Zero, de marzo de 1973. Nos hicimos patas al toque. Yo era amigo de su viejo, don Nestor, a quien yo visitaba a cada rato en su kiosko de libros y revistas del parque Universitario para llevarme las publicaciones de poesía del momento.
La amistad se estrecha cuando entro al Movimiento Hora Zero, en el verano de 1981, aunque ya desde mayo de 1980 nos veíamos a cada rato en El Diario de Marka, donde Eloy chambeaba en la sección Deportes. Ese fue su inicio en el periodismo: iba a brillar con luz propia hasta la actualidad. Con HZ, nos la pasábamos maravillosamente en un bar de Surquillo, a una cuadra de su casa; igualmente, después en su otra casa de la residencial San Felipe, en Los Fresnos. El alegre temperamento de Eloy Jáuregui era fundamental en HZ. Él representaba la unidad, era el ‘Joker’ de la baraja (como yo le decía), la argamasa que cohesionaba el colectivo horazeriano.
En los 90, cuando coincidimos en el diario Expreso, cada cierto tiempo me decía: “Y, Roger, ¿cuándo nos agarramos a botellazos?”. Entonces, ya estábamos ante una caja de cerveza y una sabrosa jalea de pescado y mariscos en los increíbles huecos que él conocía. Y la nota era desde las 12 del día hasta las 12 de la noche.
Hoy me levanté y leí la triste noticia de tu viaje, querido Eloy. Pero esas horas tan bacanes que pasamos juntos, riéndonos del mundo a carcajada limpia, quedan para siempre en mi corazón, hermano. Y tu notable poesía, maestro. Siempre en poesía.
La última vez que hablé contigo fue poco antes de Navidad, por una chamba que íbamos a hacer al alimón en un viaje al sur. Un librito de crónicas que venía aplazándose.
—¡Aló! —respondí ante tu timbrazo.
—¡Alócate! —me contestaste, haciéndome sorna, como siempre.
Más de media hora de conversación. Cagándonos de la risa, como siempre ocurría. Media hora, una hora, a veces más, donde soltabas tus locuras y yo te devolvía la pelota desde el otro lado. Pero no hubo más llamadas.
Y el lunes pasado me entero que has partido, que te ha dado la gana de irte al otro lado a darle la mano a Héctor Lavoe y al Zambo Cavero. ¿Por qué nos has hecho esto? No avisaste, huevas. Te fuiste nomás y nos dejaste en este túnel oscuro. Mira la tremenda pendejada que acabas de hacer y ahora nosotros llorando, todos tristes, recordándote.
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Roger Santiváñez, Enrique Sánchez Hernani, Dalmacia Ruiz Rosas y Sandra López. Foto: composición La República
No pensé que lo harías. Aunque, últimamente, me hablabas mucho de Miguelito Burga, tu bróder de Hora Zero, que partió antes. De cuando iban al bar de los Bee Gees, un cuchitril de mala muerte en el centro de Lima, donde una rocola repetía los discos de los británicos hasta dejarlos afónicos; o de las aventuras románticas en La Casona, el hotel de Burga, también en el centro, donde las muchachas y los poetas entraban y salían por puertas y ventanas, montados en cajas y cajas de cerveza.
Debí suponer que tanta nostalgia escondía algo serio. Pero no quise ver lo evidente. Nuestras risas tapaban todo, ponían en vilo cualquier tragedia.
Pero ahora, ¿qué hacemos? Voy a tener miedo de entrar al Queirolo de Lima y no verte, como aquella última vez cuando navegabas en los efluvios de media res de un pisco de casa y solo al verme pasar la puerta vociferaste: “¡Kike Sánchez, quiero chupar contigo!”. Voy a extrañar no verte en esa mesa, carajo, como un capitán navegando en un mar proceloso, al mando de una jocosa tripulación.
Mira lo que nos has hecho, Eloy. Estoy molesto contigo. Esto no se le hace a los amigos. Pero ya lo hiciste. No hay otra. Te abrazo nomás, hermano. Viaja tranquilo y escribe. Haz una crónica y cuenta qué hay al otro lado. Me dejas hasta las hueis de triste. Te extrañaré mucho. Alócate.
Eloy Jáuregui, un poeta extraño, exótico y matemático para la construcción del mundo poético y humano de su entorno, pues era un bravo de Surquillo con corazón de poeta y de los buenos. Estar en Hora Zero, donde se entra pero jamás se sale, unió nuestra amistad, nacida en el Patio de Letras, junto con Roger Santiváñez y Ricardo Paredes. Eloy apenas es mayor que yo por cuatro años, él confirmó mi sensibilidad, él era mi amigo, él era el único presentador en los kilométricos recitales de Hora Zero. Le agradezco a la vida el haberlo conocido, haber estado juntos en la escritura, en los sueños de una vida mejor para todos los seres humanos. ¡Viva la poesía de Eloy Jáuregui! ¡Viva Hora Zero! ¡Viva el amor!
“Ustedes no le tienen miedo a nada”, dijo Eloy Jáuregui luego de ser fichado por tres libros sobre música popular en nuestra casa editora. Con esa sentencia empezaría, hace casi 14 años, un sostenido trabajo editorial de Mesa Redonda con el recientemente desaparecido cronista. Eloy ya era por entonces una leyenda del periodismo, un poeta de la calle, un consagrado animador de tertulias, pero sobre todo un tipo cálido, dispuesto a ayudar a los jóvenes que se lo pedían. En suma, un maestro.
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Prueba de ello es que los lanzamientos de sus propias publicaciones se dilataron más de una vez porque el buen Eloy estaba siempre escribiendo un prólogo, reseñando, comentando un libro de algún novel autor que le había pedido su ayuda. “Sobrina, estoy pensando seriamente no contestar el teléfono por lo menos en dos semanas”, me decía como disculpándose, pícaro, pero su argumento era irrefutable, confiaba en los jóvenes. “Estoy seguro de que acá a unos 10 o 15 años van a existir no solamente buenos literatos, sino nuevos cronistas. Hay gente joven muy interesante a la que solo hace falta que alguien les enseñe el camino”. Oficioso para formar a sus futuros relevos, no me sorprenden en absoluto los mensajes de cariño que, a través de las redes sociales, se han desplegado a partir de la noticia de su deceso.
Esa buena onda de Eloy no era, sin embargo, exclusiva para sus pupilos. Quería y se hacía querer por todos. Divertido, como él solo, nos contaba sus anécdotas de juventud. “En mi casa podía faltar la comida, pero nunca el trago y la música”, nos decía entre risas. “Mi biblioteca fue el puesto de mi viejo y también la calle”: y con esa escuela miraba a la vida. Con esa escuela bailaba con la vida, hasta en los momentos difíciles. Su estado de salud lo alejó en los últimos meses, pero su imagen y los tres títulos suyos que atesoramos nos recuerdan que compartimos con alguien que con justicia podía rezar “Pa’ bravo yo”. Descansa en paz, Eloy. Pa’ bravo solo tú.