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Cultural

Mario Bellatin: “Voy a hacer lo que se me da la gana”

Al vacío. Luego de más de una década, el escritor mexicano vuelve a publicar un nuevo libro en Perú, con Personaje Secundario, y conversa con La República sobre su obra.

larepublica.pe
Mario Bellatin. Foto: difusión

Mario Bellatin regresa al Perú esta vez para presentar un nuevo libro, Diwan Bellatin. Hace más de una década que no publicaba un libro nuevo en el Perú. Parece contento con el resultado. La edición es de Personaje secundario y su editor, Cayre Alfaro, me pasa la voz para acompañar a Mario durante los tres días que se queda en la ciudad. La entrevista —o conversación— la dejamos para el final, cuando Mario ya haya terminado de aterrizar y no esté cargado con los pendientes. Tiene muchas amistades que ver, montones de entrevistas que dar y dos conferencias dentro de la feria. La primera, la presentación del libro, la da sin haber dormido, pero no deja de salir excelente. Hablan —conversan— Sophia Gómez Cerdeña, Mariana de Althaus, Cayre Alfaro y el autor. En la segunda, el domingo, dialogan Mario, Dolores Reyes y Juan Carlos Cortazar. En su último día, por fin aterrizado del todo, me da el encuentro en un café y terminamos almorzando un pollo a la brasa. En la conversación, me dice que todo —el nuevo libro— ha sido un salto al vacío. ¿Por qué?, le pregunto.

Porque estoy experimentando. Liberándome —aunque la palabra es muy cargada— de las maneras tradicionales como se escriben los libros, que de alguna forma he estado respetando todos estos años. Ahora lo que he hecho es apropiarme de estar forma diván. Incluso tuve que discutirlo con la sheika mayor de la orden porque supuestamente el diwan es algo sagrado o divino. En la tradición, un grupo de seguidores frente a un gran maestro, que tiene una palabra muy importante, crean un diván de algún pensador o maestro como un gran homenaje. Aquí me lo hago yo solo. Temía que eso fuera tomado como una especie de acto de exacerbación egocéntrica. Por eso pregunté, porque la práctica sufí, mística, trata de deshacer el ego, que es lo peor que puede haber. Para ellos lo que importa no está aquí, sino más allá. Lo que va sucediendo son accidentes. El bien y el mal son apariencias. Cuando consulté si no era muy egocéntrico que yo me hiciera mi propio diwan me dijeron ‘nonono, hazlo’. Es un salto al vació por eso, pero también porque la reescritura es tocar algo que está fuera de orden. Esta es la primera vez que me atrevo a hacerlo. Llegó un momento en mi vida en el que me dije ‘voy a hacer lo que me da la gana’. Pienso que ciertos autores logran algo en determinado momento y luego quieren seguir buscando como un canon determinado. Casi siempre eso termina en una decadencia espantosa. Yo hubiese preferido que ciertos autores con etapas respetables o muy buenas primeras obras que haga simplemente lo que sea. Si ya lograron lo que tenían que hacer, que construyan…

- ¿Tú sientes que ya hiciste lo que tenías que hacer?

- No. Nunca voy hacerlo. Pero ya me aburrí un poco de hacer lo anterior de esa manera. Por eso —como bien dice Cayre— esto es un cambio. Si fuese la misma escritura, correría el riesgo de hacer una fórmula y aplicarla.  Aquí no sé qué puede pasar y por eso pregunto si habrá gustado o no, si habrá llegado a alguna parte… No es experimentación si no movimiento.

- Cuando hablas de volver a escribir, ¿lo dices porque los textos que compone este nuevo libro tenían una versión previa?

- Sí, ambos se habían publicado en otra versión. Pero también son textos que hablan de cosas que ya se habían hablado antes. El Palacio no solo es un texto que ya se había publicado de otra manera, con las frases cortadas, sino que el texto habla del salón de belleza, de los ciegos, de los hermanos y de otros libros. Es como un universo constante. Tiene que ver con la idea platónica de que estamos recordando. Una remembranza. Por ejemplo, los sufís hacen eso, remembrar. Esos giros son recordar el mundo platónico. Esto es un reflejo de otro. Lo que hay que hacer es recordar ese otro mundo que no está ni adelante ni atrás, sino que va en paralelo. Se cree —más que en la reencarnación o el mundo de los muertos— en que hay varios niveles de realidad, que no somos capaces de captar cuando estamos en este nivel. Incluso se refieren a la muerte como ‘boda mística’ y es un momento de gran regocijo. Trasciendo a otro espacio desconocido, pero que no es la reencarnación, sino que convive de manera paralela. Para mí ha sido muy importante escuchar los textos de Cayre, Sofia y Mariana. Me demostraron que ellos también estaban recorriendo esos universos que planteo en el libro y están en otro espacio. Eso me alegró internamente. No por ser mejor o peor escritor, sino porque he logrado que transcurrieran por esos mundos. Cuando Mariana habló del niño muerto sí me atreví a sacar un poco la cocinita. Este niño asesino argentino, el Petiso Orejudo, ha sido personaje también de María Moreno…

- De Mariana Enríquez también…

- ¿Ah sí? Justamente ella estuvo conmigo cuando fuimos a la casa del fin del mundo. Conoció al Petiso Orejudo ahí conmigo. Fue un viaje rarísimo. Parecía el cuento de Gombrowicz en el que nos habían metido en una cápsula que da la vuelta al mundo. Fue un experimento psicosocial. Éramos un grupo: Mariana Enríquez —cuando era una chavita—, Alan Pauls, Liniers, Cozarinsky y otros más. Todos estábamos tirados ahí en el fin del mundo. De ese viaje surgió el libro Bola negra con Liniers. Yo salgo dando una conferencia en un lugar totalmente exotista. Es el último lugar hacia el sur del mundo. Ahí estaba esa cárcel en donde había ido a parar el Petiso Orejudo. Mariana y yo la visitamos juntos. Hice una historia del personaje en la que yo tenía que recoger el cadáver del Petiso por una promesa que le había hecho a una escritora argentina, que no había podido cumplir la promesa de traer los restos de este niño que había sido asesinado por meter el gato al horno. El niño era el mal.

- Tus textos guardan mucha relación con las tradiciones antigua y las diversas religiones. ¿Cómo te vinculas con la religiosidad?

- Me relaciono con lo místico. Lo religioso, más bien, lo detesto, porque justamente es la lápida de sepultura como con los géneros literarios. Recuerdo muy bien cuando entré la facultad de teología y llevé metafísica aristotélica. Venía de un colegio de botados de quinta y tenía una cultura personal oculta. Iba a las librerías a escondidas de mis amigos para que no piense que era un nerd o un tarado que se gastaba la plata en libros. Pero siempre estaba muy atento a las revistas y los libros que iban saliendo, a la cultura viva. Tenía un librero que me vendía e intercambiaba libros, pero fue recién en esa clase que tuve una educación formal. Yo pensaba que la metafísica era hablar sobre el horóscopo, pero no… Metafísica es lo que está en todo lo físico. No es lo esotérico, sino la idea de la unidad, del ser, del no-ser… La mística es también eso, todo lo que está en todo lo físico. La religió viene a echar todo a perder. Trata de la creencia y la fe, cuando justamente no hay que creer en nada. Por eso me interesa mucho el Corán, por ejemplo. Es historia, aparece el siglo VIII y está registrado. Nadie ha tocado ese texto. Es intraducible. El Corán fue revelado a Mahoma, que era analfabeto. ¿Cómo un analfabeto puede escribir en dos días todo eso? Además, es un texto que tiene que funcionar como fondo y forma porque tiene que inducir al trance. Por eso tienes que escucharlo en árabe. No solo es el contenido, sino que depende de ese idioma que fue el elegido para ser revelado. Cuando giras, oras o dices los nombres sagrados siempre tienes que hacerlo en árabe porque no se puede separar el fondo de la forma. En realidad, no importa que sepas lo que estás diciendo, sino que se trata de repetir en árabe para que eso funcione. Funcionar quiere decir permitir salir al que lo repite salir de la realidad habitual y tenga un espacio otro. Yo pienso que la literatura, si sirve para algo, sirve para salir del espacio cotidiano y entrar en el espacio otro, al que el autor lo invita. Lamentablemente, los autores cada vez menos quieres crear ese espacio y están más preocupados por simplemente contar cosas. Hay un rito muy interesante que es el bautizo. Alguien te toma la mano y ese acto supone que tú has tocado a Mahoma. Aunque parezca mentira, hay un registro de quién toco la mano de quién que llega hasta Mahoma. Es una especie de genealogía que llega hasta él. Es un vínculo físico, no simbólico. Ahora yo te doy la mano a ti y tú has tocado a Mahoma (ríe). Yo hice el libro de Shiki Nagaoka, un escritor ficticio cuya máxima obra es un libro que nadie puede leer. Justamente porque nadie lo puede leer llega a la fama y aún se reúne la gente en torno a esa obra. Para mí lo más importante es que un libro trascienda a las generaciones. Por eso me interesa mucho que Salón de belleza aparezca nuevamente en los divanes. Quiero ver si trasciende el tiempo. Son muy pocos los libros que se convierten en clásicos contemporáneos. La mayoría se va con su momento.

- Ya que hemos hablado del universo creado por el autor y del ego, ¿cómo entiendes tú la relación entre obra y autor?

- Totalmente independiente. Yo no importo nada. Importa el libro.

- Claro, pero al haber un universo, el vínculo entre las obras es el autor.

- Sí, pero —sin ponerme místico— es el autor como instrumento. Yo escribo y me preocupo porque esa escritura tenga cierta lógica, pero el origen de esta no es porque yo quiera. No es un deseo entendido racionalmente. Es anterior al deseo. Tienes que hacerlo. No se trata de querer publica e ir a ferias y firmas de libros. Funciona como una misión, y yo soy la herramienta. Me sucedió esa vez que vi la primera frase que escribí a máquina: ahí nací. Claro, yo tengo que existir para que exista el texto y por eso acaba cuando muera, pero no se trata de mí.

- Hay esta división entre el autor que escribe obras independientes y los que escriben un proyecto continuo a lo largo de su carrera dividido en varias obras. Esta segunda, creo, está más cerca de las artes plásticas, por ejemplo.

- Sí. Yo me siento más cercano a lo segundo. Este diván, que va a ser muchos divanes, sería como el pintor. Ayer vimos esta casa llena de Javi Vargas Sotomayor. Si él hace una exposición no es que sea la exposición única de su vida. Recibe un feedback y hace otra. Pinta a los héroes machistas de la izquierda y seguramente luego hará los de la derecha. Todo el tiempo la está construyendo y no lo hace encerrado pensando en mostrar una obra definitiva, sino que va moviéndose con el tiempo. La obra se va haciendo.

- En las artes plásticas tu expones una obra y esta casi que desaparece cuando acaba la exposición, a menos de que la compres o quede un registro fotográfico. En la literatura, en cambio, el libro es muy solemne y perpetuo. No se perdona que se vuelva a corregir o se reinvente.

Sí, se ve como algo definitivo. Son dos cosas, porque por otro lado hay la cosa efímera de que deja de ser tuyo. Debe ser terrible también. Cuando se hace una puesta en escena, por ejemplo, es imposible volver a ella. No puede ponerte a preguntar quién estuvo en el año noventa y tres en la cuarta fila. Recuerdo haber visto cosas en Lima maravillosas, como el grupo de teatro El Sol, pero que se fueron con el viento. Esas puestas no están en ningún lado. Yo las conservo porque tuve la suerte de ver sus obras, pero es efímero. Con la obra plástica también podría suceder que la compre algún excéntrico y la desaparezca en un depósito. Tendría todo el derecho porque es suya. Da igual si el artista siente que la perdió. Por un lado, está lo efímero, lo que ya pasó, que es lo que en mi caso le sucedió a la Escuela Dinámica de Escritores, que la había tomado como obra, o al Congreso de Dobles de Escritores, al que no puedo acceder ahora a menos de que me ponga a llamar por teléfono a todos los que fueron. Por otro lado, está el tema de la no pertenencia, que sucede con las obras objeto. Yo me quedó con el libro que al mismo tiempo lo hago efímero, pero igualmente continúa siendo mío. Eso me parece muy interesante. El Corán está ahí, existe, pero nadie lo ha modificado jamás.

- ¿Qué rol crees que juega el entretenimiento en la literatura?

- Muchísimo pues. Hay que ser seductor. Yo uso muchos elementos de lo que llaman la “literatura del yo” —etiqueta con la que no estoy de acuerdo— para crear elementos de seducción. Yo tengo que esculpir en el tiempo, como diría Tarkovski. Es algo terrible, una desventaja frente a las artes visuales en las que está el cuadro estático y cada quien decide el tiempo que pasa frente a la obra. En las artes narrativas uno tiene que convencer de que lo acompañen durante un tiempo determinado. Para eso usamos recursos de seducción, para que lector o espectador termine la obra sin necesariamente darse cuenta. He empezado, por eso, a preguntar algo que nunca había preguntado: si les gustó o no les gustó el libro. Antes peguntaba si habían logrado terminar de leer el texto. Ya con eso estaba tranquilo. Mi interés es que lo terminen porque eso indica que los mecanismos de seducción han funcionada para que alguien me acompañe durante todo ese trayecto. Quitar el tiempo a la gente es algo muy difícil. Con que lo acaben yo ya gané. Todo lo demás es un plus. Esto puede sonar hípermamonsísimo, pero casi nunca he tenido gente a la que le parezcan horribles mis libros. Creo que he empezado a buscar que la gente me diga ‘ya estoy harto de ti, es una porquería’ porque si uno busca no es que haya mucha crítica negativa… Juro que lo digo desde la humildad. Pero eso me permite ir más adelante viendo cuándo doy el paso en falso.

Así como en las artes plásticas hay un gusto por el ejercicio mismo de dibujar, pintar o modelar, como acto mismo, ¿crees que puede suceder lo mismo con la escritura? No se habla mucho del acto físico de escribir.

Sucede, claro. Es lo único que me importa. Creo que dije que a los nueve años yo ya tenía todo resuelto. Se ha ido modificando y sofisticando, no es que me quedé como un tarado de nueve años, pero ahí estaba la esencia resuelta, en ese momento en el que yo vi una línea hecha por mi dedo en letra de molde. Por eso nunca escribo a mano. No hay esa misma velocidad. Si escribiese a mano, además, nunca lo leería, lo tiraría a la basura. Por eso necesito los mecanismos: el teléfono, la computadora, la máquina de escribir… Tengo ese respeto a la letra de molde. Me da la distancia que necesito para encontrar un orden, que tal vez no encuentro en mi vida.

- Además, es tangible, existe fuera de ti sin ser tan personal como la escrita a mano.

Sí, es personal. Qué aburrido, yo la tiraría.

- Yo ni siquiera entiendo mi letra…

- Yo tampoco… Además, los mecanismos de escritura te dan una velocidad que jamás alcanzarías a mano y que sí guarda relación con el pensamiento. Eso te permite hacerlo más organizado.

- ¿Tú disfrutas esa parte física?

- Claro. Para mí es lo único.

- ¿Te cansa?

- Mucho. Aparte que no entiendo cómo el tiempo se puede extender o encoger sin que yo sea consciente mientras estoy escribiendo. No sé cómo escribí hasta el año noventa, que apareció la primera computadora, y publiqué como diez libros escribiendo a máquina con un dedo. Era muy difícil, una cosa artesanal. Acababa lleno de tinta. Además, yo escribo con mucha fuerza, le doy con todo al teclado. Si ves mi computadora, verás que las teclas se han borrado completamente de tanto golpe. Eso hacía que mi máquina se malograra muchas veces y tenía que mandarla arreglar aquí en Surquillo. Era muy frustrante porque me quedaba con hambre de escritura hasta que me la devuelvan. Se demoraban varios días y yo no podía escribir. Para mí hay una cosa maniática, de manía, en la escritura, una cosa de enfermedad.

- Hace años que solo trabajas con editoriales independientes, ¿qué pasó con las grandes?

- Primero por razones morales. Estoy en contra del neoliberalismo salvaje que está matando a tantas personas. Hay excepciones en las que existe cierto humanismo, pero generalmente están pensadas como están pensadas las trasnacionales. Son funcionarios no editores. En esas editoriales no existe la figura del editor, sino la del funcionario que está totalmente sujeto a un sistema sumamente cruel llamado a conseguir la mayor cantidad de ganancia posible con la menor inversión posible. El editor, que funge como tal, no tiene esa libertad que sí tienen los independientes. Muchos suponen equivocadamente que estos editores de trasnacionales siguen teniendo, pero ya no. Todo se opera como si fuese la Coca-Cola. El jefe de distribución tiene el mismo poder que el editor, que el jefe de venta y que el de publicidad. Adrede los ponen al mismo nivel. Imagínate que es como que gano un premio por este Diwan Bellatin y Cayre no puede poner que lo gané, o que un club en Pucusana quiere comprar quinientos libros, pero Cayre no los puede llevar porque tiene que consultar con el jefe de distribución y este dice que no hay camionetas para allá, o que le caigo mal o cualquier cosa… Es un sistema que funciona para los productos como la Coca-Cola, pero para la literatura no. Por un lado, eso, pero también porque por ese sistema crearon un público que para mi escritura podría ser hasta contraproducente. Supongamos que hace una promoción masiva en la que por la compra de diez Coca-Colas de te regalamos un Diwan Bellatin. No, van a hacer que me odien. La gente que compra las diez Coca-Colas va empezar a leer y va a decir esto qué es. Mi deseo es que se cree una especie de club cerrado con las editoriales independientes para los que realmente se interesan por la escritura y no tanto por el hecho literario o para pasar el rato. También he visto que mucha literatura —que hace veinte años existía y estaba bien—, como Michael Ende o El mundo de Sofía, se ha vuelto el centro de pronto. Es la literatura del aeropuerto, del pasatiempo, del a ver qué me cuentas. Es lo que prima ahora como si fuera lo central. Quizás haya que seguir el modelo de cierta poesía del siglo XX, como Trilce, y aplicarlo a la narrativa del siglo XXI: pequeñas editoriales, ediciones cuidadas y lectores que elijan leerlo, que no sea impositivo, que no se busque la masificación.