Por: Rosella Di Paolo
Cuando leí El ahogado más hermoso del mundo, de Gabriel García Márquez, subrayé una frase: “la fracción de siglos”. Paladeé la expresión, pues me hizo pensar en un tiempo inmóvil y a la vez veloz. Un tiempo paradójico. Y ahora, frente al título del libro de Jorge Díaz Herrera, La breve eternidad (Arte/Reda), reacciono con la misma fascinación: la paradoja vuelve a suceder: “la breve eternidad”. ¿Es breve? ¿Es eterna? Es ambas a la vez; licencias del lenguaje poético, que nos permiten asomarnos a las contradicciones del mundo y de nuestra existencia.
Varían los nombres y los lugares, pero lo que se nos cuenta es de siempre, o sea, de antes, de ahora y de después.
Hay un elemento en estas páginas que lo atraviesa todo: la poesía. Son relatos breves, de una sola página, pero recorridos por un hálito lírico que hace posibles situaciones extrañas o inverosímiles, de manera que aparecidos y gentes de carne y hueso puedan cruzar sus pasos, enamorarse, conversar o discutir, como cuando Rebeca recuerda al amigo muerto: “Ya Pepino está en otros mundos, los del olvido”.
Hombres, mujeres, niños traen sus alegrías y sus cuitas, lo mismo ocurre con los animales, como el toro Macizo, acusado injustamente de matar al caporal; o el gallo Veneno que puso en apuros a su criador…
Anécdotas las más de las veces risueñas y traviesas, muy cerca de la picaresca inaugurada por El lazarillo de Tormes. “Tenía la virtud del asombro y la frase precisa. Al enterarse de la muerte de uno de sus detractores, preguntó irónico: ¿Se murió entero?”. Pero también son historias sublevantes, como la de Betino, que asesina sin hacerse problemas; o don Pepino, que cree se le perdió la cara en el espejo.
La breve eternidad. Foto: composiciónLR
Historias de padres, madres, hijos; de parejas en las que, por ejemplo, don Tomás es un difunto que canta a dúo con su viuda, la Extraña. Chismes de vecinos, vecinas, curas; supersticiones, cuentos, clarividencias, locuras, correrías, rumores, aspavientos propios de los pueblos pequeños.
El paisaje casi no aparece en favor de describir las vidas y palabras de los personajes. Hablas que nos traen por momentos ráfagas de modos regionales: “Del valle de casonas, jardines, árboles, sol, los antiguos vecinos se están yendo”. O “gallo correlón”…
A veces reconocemos historias trasmutadas, como la de don Emilio que, al contrario de Abraham bíblico, se oculta de Dios para no tener que sacrificarle su adorada oveja Caritas. O las gestas de Túpac Amaru y José Olaya…
Historias de todo tipo: amores logrados o contrariados que duran para siempre, el paso de los años y la pérdida de la memoria, como la del viejo viudo Noel, que un día sale a la calle con el vestido de su esposa, y cree que es ella.
Labradores, gitanos, borrachines, políticos, toreros, carpinteros, espectros, devotas, dementes, militares, curas, cantores, artesanos… Una galería de personajes imposibles de olvidar. Y fascina reconocer cómo unas cuantas líneas pueden describir una vida o un destino, marcado las más de las veces por el fracaso. Como Manuel, el gallero, apodado Cresta Brava, que devino en Media Cresta por la vergüenza que le acarreó su gallo.
Historias un poco más largas de las que conocimos en Alforja de ciego (1979), pero igual de sorprendentes y variadas, donde lo real maravilloso existe en la mente y en las lenguas de los pobladores.
Historias sostenidas por la sabiduría popular como: “La nostalgia del forastero viene de no poder recordar con quienes se tiene que recordar”; “¿De qué me sirve lo que no me va a servir?”, grita Carla, negándose a terminar el colegio pues solo sueña con ser una artista de renombre. Por su lado, Janet se casa con quien no debe y cuando su padre se lo echa en cara, ella se defiende diciendo: “Todos somos estúpidos antes de saber que somos estúpidos”.