Una historia que debió ser de ultratumba, pero que termina de lo más alegre y colorida en un camposanto cajamarquino.,Rolly Valdivia / Revista Rumbos No quiero ser irrespetuoso, pero cuando me hablaron de un cementerio alegre, el más alegre del norte del Perú, me imaginé a un grupo de almas escapándose de sus tumbas para armar un tremendo reventón que les hiciera olvidar los constantes desplantes del obstinado San Pedro, que se niega a abrirles las puertas del paraíso, alegando una serie de pecadillos veniales, suavecitos, nada graves. PUEDES VER: Cajamarca: la extraña unión entre el frito y el ceviche Son tan irrelevantes que el maligno tampoco les 'da pelota', cerrándoles en sus caras espectrales el acceso a las hogueras del infierno, entonces, como ya no hay purgatorio, esas almas están más perdidas, desorientas y desoladas que defensa peruano en Copa Libertadores, si me permiten esta segunda alusión futbolística. Ante ese panorama tan poco prometedor y al no tener ya nada que ganar o perder, no me parecía un despropósito imaginar que los difuntitos quisieran 'enterrar' sus penas con sendas amanecidas pachangueras, sin duda mucho más divertidas que andar asustando a los borrachines despistados que no encuentran el camino a sus casas y, en horas nada santas, terminan dando vueltas por el panteón. El 'alegre' cementerio se encuentra a la vera de la carretera a Porcón Alto. Foto: Rolly Valdivia Lo que no entendía muy bien es cómo íbamos a hacer para ser testigos de esa fiesta fantasmal o, lo que era mejor aún, participar activamente de la misma. Eso sí, siempre con fines periodísticos, jamás con la intención de quedarme hasta las últimas consecuencias o de terminar bebiéndome hasta las agüitas de las flores con ese etéreo grupo de jaranistas. Pero mis esperanzas de escribir una crónica con matices paranormales, empezarían a desmoronarse cuando Guido Carrascal –el guía en mi andanza por Cajamarca- anunció que tempranito nomás visitaríamos el camposanto de San Francisco de Huambocancha (a menos de 10 km de la ciudad), lo cual no encajaba con mi idea de esbarajuste nocturno en el cementerio más alegre del norte. Quizás -y este era el último recurso de mi imaginación- lo que Guido pretendía era encontrar a las almas en plena resaca, prueba irrefutable de su insomne y animadísima velada. Otra vez me equivoqué. El ostentoso apelativo no tenía nada que ver con bailes o brindis entre almas acongojadas por los rechazos de San Pedro y, a la vez, aliviadísimas ante la renuencia del fogoso 'don Sata'. Confundido cronista cree que Cristo luce la camiseta de la selección peruana. Foto: Rolly Valdivia Soy un mal pensado. Fue un disparate imaginar una fiesta entre almas en pena que no están ni con Dios ni con el diablo, y, lo que es peor, creer que de tanto empinar el codo habían conseguido que su última morada, al lado de la carretera que conduce a Porcón Alto, se haya convertido en una curiosidad turística. Tanto así que ignorando los apremios del reloj, detuvimos nuestra marcha hacia el complejo arqueológico de Kuntur Wasi -con su plaza hundida, con sus monolitos que se yerguen como guardines del pasado y sus piezas de oro que refulgen historia– y a la granja Porcón –con su bosque de árboles foráneos y sus carteles con mensajes bíblicos- para echarle un vistazo a las lápidas de Huambocancha. Y es que ahí estaba la alegría, lo festivo, lo inesperado. Lápidas que no eran lápidas, eran coloridos frontis de iglesias, con angelitos, vírgenes y Cristos ataviados con una túnica blanca y una franja roja cruzando su pecho, entonces, debo de admitir con un poquito de vergüenza que, en algunos casos, tuve la impresión de que el hijo de Dios vestía la gloriosa camiseta de la selección peruana de fútbol. Las cruces lucen alegres motivos. Foto: Rolly Valdivia Eso no se lo comenté a nadie. Quizás me dejaban botado por faltoso y hereje, posibilidad que no me atraía por más que estuviera en un cementerio festivo, gracias a esas tumbas tan bien decoradas. Pero esos detalles eran una cortesía de los vivos, no de los que están en el más allá. Por esa razón, la posibilidad de quedarme solo no me entusiasmaba en lo absoluto. Calladito y bien rápido hice mis fotos, disculpándome siempre con los difuntos por entrometerme en su privacidad y descanso. Esa era mi estrategia para evitar su enojo y una posible venganza expresada en inoportunas 'jaladas de pata'. Total, más allá delas lápidas vistosas, obra de los picapiedreros del pueblo, sospecho que algunos de ellos no estarán muy contentos con su 'nueva vida'. Tampoco les debe agradar la visita de un periodista que apunta nombres en su libreta de notas y quiere saber el origen de esa costumbre. Y eso ya era demasiado. Felizmente Guido da la orden de partir, de abandonar ya, ahora, el cementerio más alegre del norte del Perú, donde las almas en pena no organizan ninguna fiesta nocturna y los Cristos esculpidos en las lápidas parecen vestir la camiseta de la selección.