¿Es posible crear protagonistas despreciables, sin que de alguna forma caigan simpáticos? Tremendo dilema para la dramaturgia.,Las películas de gángsters son parte de nuestra cultura audiovisual. Empezaron en el llamado “cine negro” de los años 30 en Hollywood, y se revitalizaron en los 70 con el fenómeno de "El Padrino" gracias a Ford Coppola, Scorsese y otros creadores. En el siglo 21, la TV les dio otro espectacular giro con “Los Soprano”. Y en la cultura latina, lo más reciente y exitoso es la exportación de la “narcovela”: ficciones de incluso más de 100 capítulos sobre la vida de mafiosos (Escobar el patrón del mal, La reina del sur, El cartel de los sapos, etc.) mezclada con romance, mucho policial, temas sociales, y cuánto hay. El estilo nació en Colombia –son los mejores haciéndolo- y aún genera controversia. ¿Es posible crear protagonistas despreciables, sin que de alguna forma caigan simpáticos? Tremendo dilema para la dramaturgia, ya que un buen guion por fuerza debe humanizar a sus personajes y alejarlos del cliché. ¿Cómo lograr que Escobar, un capo asesino que tantísimo daño hizo a Colombia y al mundo, no termine causando gracia al anotar sus próximos crímenes en una libretita? Las historias de hampones son espinosas. Requieren creativos con mucha madurez, y públicos adultos y poco influenciables. Todo un reto. Claro: salvo que sus personajes sean tan torpes como los de nuestra comarca, que sustituyen la libretita por el moderno WhatsApp. Los gángsters locales son servidores públicos que complotan sobre cómo enlodar (“matar”, lo llaman) a un fiscal porque osa investigar a la jefa que los digita. A eso dedican su tiempo con el sueldo que les pagamos los contribuyentes. Al diablo legislar para el bien común, al diablo las obligaciones con el país. Una mafia de pacotilla que ni siquiera merece una película: apenas aguanta un simple sketch.