Debí dejarlo cuando comenzó a hacerme, intencionalmente, dudar de mis propias percepciones de la realidad; hábilmente comenzó a manipular mi mente para que desconfiara de mis propios pensamientos.,Debí haberlo dejado por siempre esa noche que llegó borracho a mi casa e intentó, delante de mis hijos, pegarme porque no lo dejé quedarse a dormir. Debí dejarlo cuando comenzó a hacerme, intencionalmente, dudar de mis propias percepciones de la realidad; hábilmente comenzó a manipular mi mente para que desconfiara de mis propios pensamientos. Recurrí a quien él escuchaba. Dejó de hacerlo…por un tiempo. Solo recientemente me he enterado que eso tiene un nombre: gaslighting o hacer luz de gas. “Hacer luz de gas” o gaslighting es una forma de abuso psicológico en la que el abusador presenta información falsa para hacer dudar a la víctima de su memoria, de su percepción o de su mente. Puede consistir en negaciones simples por parte del abusador, en el sentido de si determinados eventos ocurrieron o no, o incluso en la escenificación de situaciones extrañas con el fin de desorientar a la víctima. El término ‘hacer luz de gas’ proviene de la obra de teatro Gas Light y de sus adaptaciones cinematográficas. El término se usa ahora en la literatura clínica. Ahora recuerdo, y se me escarapela el cuerpo, que fue una de las primeras películas que vimos juntos como parte del curso universitario en el que nos conocimos. Debí dejarlo cuando con una intensidad digna de mejor causa, atacaba mi línea de flotación, mi identidad, mis habilidades, mi profesión. Le enseñé en parte el oficio y desde entonces nadie sabía más que él, ni por viejo ni por diablo. Solo él sabía todo y hacía las cosas “para trascender”. El resto del mundo, a su parecer, estaba compuesto por mediocres produciendo solo mediocridades, en lo laboral, en lo académico, en lo artístico. ¿Sería el típico veneno que a veces se puede destilar en el calor de una discusión? ¿O serían delirios de grandeza, esa insistencia en que nadie lo superaba en conocimientos, marcos teóricos, pensamiento analítico? El tiempo y la reiteración, el tiempo y la exacerbación revelarían que era un patrón de comportamiento. No solo contra mí, también contra el mundo. Debí dejarlo cuando me hizo aceptar la “cláusula” como condición para seguir juntos. La cláusula “suena medio huachafo, pero para que entiendas”, dijo, “significa que ante cualquier desavenencia, ante cualquier discrepancia, yo tengo la última palabra”. Lo más humillante no fue que pusiera esa condición, sino que yo la aceptara en supuesto aras de una reconciliación y una armonía. ¿Cómo, por qué llegar hasta ese lugar? De nada sirvió pedir que no abusara de la cesión de ese poder. Fue lo primero que hizo, una y tantas veces. Humillándome, humillando a mi menor hija. Cervezas a diario, más combustible para la agresión, el abuso, y sus ofensas “ilustradas”. Llevándome al extremo, aprovechándose de ello para ejercer más poder, más dominio; cada vez más tiránico y abusivo. Haciendo de la vida doméstica un campo de batalla, una guerra inútil de intrascendencias que él convertía en centro de poder. Debí dejarlo esa vez que pellizcó a mi hija con tal fuerza bruta que, diez meses después, la marca aún se ve. O cuando la callaba bruscamente de manera prepotente y desproporcionada a respuestas normales de una púber. Castigos de mil planas, amenaza de 100 más por contestar y otras 100 por seguir hablando. Y fuera a faltarle algún punto final a la oración o fuera a tener letras inacabadas, a hacerlas otra vez. Debí dejarlo cuando gritó “yo no trabajo para ti”, solo por criticar que en vez de gastar en cervezas comprara buena comida para casa. Y pese a que durante cuatro meses yo sí trabajé para sostenerlo completamente a él. O cuando decidió unilateralmente rebajar la calidad de los alimentos por ahorrarse unos cobres. Y siempre la cláusula, la maldita y humillante cláusula. La abusiva y denigrante cláusula. Y el no poder defender a mi hija frente a él, y no poder tener voz, perder agencia, perder centro, casi perdiéndome yo. Ante cualquier intento de hacerle entender cómo me dañaba, su respuesta corsé era siempre la misma: “no te victimices”. Fin de cualquier discusión. Hasta que todo fue claro. Lo dejé, al fin, una noche en que hizo todo junto: llegar borracho, amenazarme, ofenderme, subvalorarme, hablarme con tal ira y maldad grabada en sus gestos que al fin lo vi con claridad: ¿por qué este hombre al que le he dado todo y no he dejado de dar todo por amor me trata con tal violencia, con tal agresividad? No merezco ese maltrato, menos mi hija. Está enfermo del alma, enfermo de poder. Esperó que estuviera sola, aislada de todo y todos, fuera de casa, para completar su metamorfosis de arrogancia, delirios de grandeza, delirios de poder, abusos, manipulación y todas las mentiras que ahora sé urdió. Compañeras, no nos conformemos con menos; armarse de valor, recuperar la propia voz, olvidar cualquier cariño largamente superado por el abuso y la violencia psicológica o física. No es fácil cuando buenos recuerdos se interponen, pero nadie merece un infierno de violencia física o mental; ninguna muestra de cariño lo vale. A veces demoramos en ver los signos, pero sabemos muy en el fondo que lo que está pasando no está bien. Sigamos nuestro instinto, armémonos de valor y desechemos a ese para quien las cesiones de poder –lejos de calmar– solo alimentan su abuso y desprecio. Fortaleza y libertad. No estamos solas.