Lo sucedido en el LUM y el terruquismo histérico de las semanas anteriores apela a un uso, funcional y descarado, de un sentimiento de miedo, estigma, rechazo, sobre los terribles hechos ocurridos en nuestro país durante el conflicto armado interno.,“¿Qué tendría que hacer yo para esperar que alguien con una posición tan dura me crea? Tendría que desenterrar los huesos […] de mi madre, escupir sobre su tumba…” es lo que responde José Carlos Agüero a una entrevista de La República este domingo frente al estigma de ser “hijo de terroristas” en un país aún lejano de la reconciliación y de una cultura de paz. Frente a los ataques que el historiador ha recibido por formar parte de la Comisión de Lineamientos del LUM, un amplio sector de intelectuales, entre los que se encuentra desde Vargas Llosa hasta Renato Cisneros, para hablar de diferencias generacionales, lo han apoyado decididamente, con más certeza que la propia ministra Balbuena. Agüero es una de las voces más lúcidas sobre las batallas de la memoria que atraviesa nuestro país: con sus libros Los rendidos, Enemigos y Persona, combina su capacidad reflexiva como buen historiador que es, con un estilo poético desgarrador, que nos antepone frente al crudo sentimiento de orfandad de dos padres terroristas. En efecto, José Carlos es hijo de José Manuel Agüero, asesinado en El Frontón en 1986 —cuyos restos aún se encuentran desaparecidos— y de Silvia Solórzano, ejecutada por agentes del Ejército Peruano en una playa de Lima en mayo de 1992, ambos militantes de Sendero Luminoso. Precisamente ese estigma y ese legado lo han marcado a él como a miles de “hijos de…” no solo terroristas, sino incluso, a hijos e hijas de militares que exigían masacrar campesinos para acabar con la subversión (Cisneros) o de emerretistas que asesinaron gays en Tarapoto (Cárdenas). Personalmente los llamo “los hijos y las hijas del terror”: aquellos que no tienen responsabilidad sobre los hechos de sus padres pero que, desde diferentes posiciones, ora memoriosos y combativos, ora avergonzados y negándolos, son el legado concreto de los hombres y mujeres de esos años. Precisamente son ellos con su heterogeneidad de voces —y nosotros debemos acompañarlos— quienes reclaman por una cultura de paz. Pero como dice el mismo Agüero en su testimonio: “¿con qué derecho reclama alguien que ha perdido todo derecho?”. Lo sucedido en el LUM y el terruquismo histérico de las semanas anteriores apela a un uso, funcional y descarado, de un sentimiento de miedo, estigma, rechazo, sobre los terribles hechos ocurridos en nuestro país durante el conflicto armado interno. Agüero reflexiona lúcidamente al respecto: “lo que les importa es imponer un tipo de interpretación de las cosas donde los demás somos instrumentalizados. Así como soy instrumentalizado yo para decir “hijo de terrucos, terruco”, así, genéticamente, hasta el fin de los tiempos…”. En este contexto y siguiendo la lógica de Agüero, es importante señalar que no es casual la declaración estigmatizante de Carlos Aranda, gerente de la Southern, ante un auditorio de mineros: “Ustedes saben que Dean Valdivia es la cuna de Abimael Guzmán. Pues creo que hay algo genético ahí. Sí es cierto, Dean Valdivia es una de las zonas más recalcitrantes [en contra del proyecto Tía María]”. Terrorismo genético: ridículo. Pero la estupidez frente a auditorios con poder que se encandilan con lo que escuchan y no saben poner coto a discursos infamantes, cala poco a poco hasta convertirse en sentido común.