La indignación e impotencia que despierta el abuso sexual a menores de edad es incomparable. Los peruanos, como en muy pocos casos, reconocemos al unísono que es un acto salvaje y que el responsable nunca debería tener perdón. No es para menos. Esta ira colectiva, sin embargo, trae consigo el riesgo enorme de que terminemos abrazando propuestas populistas e ineficaces. Siempre aparecen quienes plantean que la mejor solución para una situación tan brutal como esta es la pena capital, como si las razones fundamentales que hacen del Perú un país famoso por sus índices de violación sexual se esfumasen así nomás. Matar a un violador o asesino no va a resolver nada. No existe evidencia concluyente de que la pena de muerte reduzca el crimen. A ello debemos sumar los pactos internacionales que la prohíben y que nos obligan. Además, el sistema judicial puede equivocarse, pudiendo llevar a un inocente hasta el corredor de la muerte. Aunque resulte evidente que la pena de muerte no es el camino, algunos no dejan de insistir. Esa demagogia inmediatista trae más problemas que soluciones. Así, los promotores de esta medida desvían los esfuerzos que deberían estar orientados a evitar las violaciones y no solo a castigar al culpable. Miremos lo que sucede en otros países. Si seguimos sin atacar la raíz del problema, nada va a cambiar. Si no contamos con policías y fiscales formados en estos temas, difícilmente sabrán cómo reaccionar. Si el Estado no invierte en salud mental, los psicópatas que habitan entre nosotros seguirán sin atención. Sobre todo, si no hacemos frente al miedo que ciertos grupos siembran para evitar que todos estemos mejor educados en estos asuntos, los riesgos no se reducirán. Puede que requiera más esfuerzo, pero si no revertimos ese contexto de ignorancia que beneficia a asesinos y violadores, todo seguirá igual. No hay otra.❧