Domingo

El hundimiento del Titanic

Hans Magnus Enzensberg es un poeta alemán nacido en 1929, en Munich, que falleció el 24 de noviembre de este año. En 1978 publicó “El hundimiento del Titanic”, un poema épico compuesto de 33 cantos. Este extracto fue traducido por el poeta peruano Renzo Porcile.

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CANTO I

Hay alguien que escucha,

aguarda,

contiene el aliento, muy cerca de aquí.

Él dice: Esta es mi voz.

Nunca más, dice, se estará tan tranquilo y seco y tibio como ahora.

Se oye a sí mismo

en su cabeza ahogada.

Dice: aquí no hay nadie

excepto yo. Ésta debe ser mi voz.

Espero, contengo el aliento,

escucho; ese rumor distante

en mis oídos —antenas de piel suave

no quiere decir nada.

Es solo el pulso

de mi sangre en las venas.

He esperado mucho tiempo,

he contenido la respiración.

Ruido blanco en los audífonos

de mi máquina del tiempo.

Pura estática cósmica apagada.

Nadie toca la puerta ni grita por ayuda.

No hay señales de radio.

Me digo a mí mismo:

o este es el final

o esto aún no ha comenzado.

¡Aquí estamos! ¡Oye!

Un sonido estridente. Cruje. Se desgarra.

Ya está. Una uña de hielo araña la puerta, y se detiene.

Algo cede.

Un lienzo interminable,

un trozo de lino blanco como nieve

siendo rasgado, delicadamente al principio

y cada vez más furiosamente

roto en dos con un sonido estridente.

Este es el comienzo.

¡Escucha! ¿No lo oyes?

¡Por Dios, agárrate bien!

Y luego, silencio nuevamente.

Apenas se logra a oír

un ligero ruido en los armarios,

un tañido del cristal

cada vez más y más débil

desfalleciendo más y más.

¿Quieres decir que eso fue todo?

Así es. Lo fue.

Eso fue el comienzo.

El comienzo del fin

siempre es discreto.

Son las 11:40 p.m.

a bordo. Hay un tajo

de doscientas yardas

bajo la línea de flotación

en el casco de acero enchapado,

abierto por un cuchillo gigante.

El agua se precipita

por las escotillas.

Treinta yardas sobre el nivel del mar,

el iceberg pasa silencioso

bañado por las luces del barco

y desaparece en la oscuridad.

CANTO IV

¡Esos eran buenos tiempos! Yo creía

en cada palabra que escribía, y escribí

El hundimiento del Titanic.

Era un buen poema.

Recuerdo exactamente

cómo empezaba, con un sonido.

“Un sonido estridente”, y escribí

“deteniéndose. Silencio”. No,

no era así. “Un ligero”,

“un estrépito de platería”. Sí,

así empezaba, creo.

Más o menos. Y así sucesivamente.

Estoy citando de memoria,

no recuerdo el resto.

¡Qué cosa más agradable sentirse

ingenioso! No quería admitir

que la fiesta tropical había pasado.

(¿Qué quieres decir con “fiesta”? Era urgencia,

idiota; urgencia y necesidad.)

Unos pocos años después

todo fue concluido,

y ahora hay suficientes zapatos

y suficientes focos y desempleados,

suficientes máquinas nuevas y regulaciones.

Siento un frío hasta los huesos;

un anacronismo

dentro de otro anacronismo.

Puedo oler el carbón ardiendo.

Ahora vivo aquí

en la ciudad más horrible de Europa

entre príncipes prusianos pudriéndose

lentamente

y miembros del Comité Central,

en la más amarga, angustiante y nacional

enfermedad;

y recuerdo el pasado, y recojo

esos recuerdos. No te preocupes

—solía decirme—, es un fata morgana,

realmente la isla de Cuba

no está tambaleándose bajo nuestros pies.

Y estaba en lo correcto,

porque entonces lo único que naufragaba

era mi poema sobre el hundimiento del

Titanic.

Era un poema escrito a lápiz

en un cuaderno con tapas

negras de jebe, y yo no tenía ninguna copia

porque en toda la isla de Cuba

no se podía encontrar una sola hoja

de papel carbón. ¿Te gusta?, le pregunté

a Maria Alexandrovna, y luego

lo metí en un sobre de manila.

Fue embarcado desde un muelle de La Habana

en una bolsa de correo a París

que nunca apareció.

Todos conocemos el resto del cuento.

Afuera está nevando. Intento

retomar el hilo, y algunas veces

—como ahora— creo conseguido.

Tiro de él. El velo se rompe en dos

con un sonido estridente, y a plena luz del

día

los reconozco a todos:

a las niñas mulatas; al capitán

y sus bigotes blancos; a Dante

(1265-1321); a Jerome, el fogonero

(su nombre de pila es un misterio) (¿1888?-

1912);

al viejo maestro de Umbría

con las uñas manchadas de pintura,

nacido en tal o cual año

y muerto después;

a Maria Alexandrovna (1943- ) —

A todos ellos, los que

murieron congelados, los que se ahogaron,

1217 en total dicen unos, 1500

dicen otros. ¡A ver, gusanos!

¡Contradigan esas cifras,

escarabajos de la muerte!

Que yo los conozco a todos,

hasta a los cinco chinos aplastados

como bolsas de harina contra las tablas

del bote salvavidas. Creo conocerlos,

creo que siguen con vida,

aunque no puedo poner las manos al fuego.

Por eso estoy sentado aquí, envuelto

entre frazadas, mientras afuera

la nieve cae. Estoy jugando con el final,

el final del Titanic.

No tengo nada mejor que hacer.

Tengo tiempo, igual que Dios.

No tengo nada que perder. Juego

con el menú, los radiogramas, los ahogados.

Los reúno, los recojo

de las negras y heladas aguas del pasado.

Escombros, frases rotas

cajas de fruta vacías, pesados bolsos

color beige, humedecidos, manchados por

el agua salada,

recojo versos de las olas,

de las oscuras y cálidas olas del Caribe

plagadas de tiburones,

de versos desmembrados, de cinturones de

seguridad

y remolinos de souvenirs.

El iceberg

El iceberg se está acercando

irrevocablemente.

Mira cómo se desprende con violencia

del frente del glaciar,

de las faldas del glaciar.

Oh sí, es blanco,

y se desplaza. Oh sí,

es más largo que cualquier cosa

desplazándose sobre las aguas

en el aire,

o sobre la tierra.

Sueños mortales

atravesados por una larga caravana

de icebergs:

“Acechando el océano,

a doscientos cincuenta pies de altura,

la superficie gélida y fracturada

refleja la luz

con maravillosos matices

de transparencia.”

“Como si fuera un sol

multiplicado

sobre cien palacios encristalados”.

Es mejor no pensar

en el peso del iceberg.

Quien lo haya visto

difícilmente podrá borrar esa impresión,

no importa el tiempo

que le quede por delante.