El siglo de Javier Pérez de Cuéllar
Por: José Antonio García Belaunde
Hoy Javier Pérez de Cuéllar cumple 100 años. Fecha redonda si la hay y que invita a pasar revista a una vida que, desde la perspectiva del tiempo, aparece como esculpida con delicadeza, sin prisa, sin pausa y sin apartarse nunca –o quizás convenga decir casi nunca– de su propósito: ser un gran diplomático, primero al servicio de su país y luego al servicio de la paz mundial.
El año 1973, cuando fui a trabajar con él, entonces embajador en las Naciones Unidas, descubrí que sus pares le reconocían las mejores cualidades que aconsejaban los viejos manuales de la diplomacia. También supe que el año anterior, ante el bloqueo para elegir al Secretario General de la ONU por los vetos que imponían China a Kurt Waldheim y la Unión Soviética a un candidato argentino, el embajador chino lo buscó para ofrecerle el puesto. El canciller peruano de entonces, desconociendo que la oferta era a la persona y no al país, propuso otro nombre que no fue aceptado. Levantó China su veto y desde ese instante quedó la convicción que llegaría el día en que Javier sería ungido Secretario General de la ONU.
Orfebre en el arte de la diplomacia y de su propia vida, lo vi destacar en el Consejo de Seguridad, particularmente como su presidente, cuando la crisis originada por la invasión de Turquía a Chipre. Esto lo llevó a ser representante de la ONU en la isla, al frente de la misión diplomática y de los cascos azules. Cumplida esa misión, Waldheim lo requiere en Nueva York para que trabaje a su lado. De alguna manera, todo se encaminaba para que en la siguiente elección, al repetirse el veto ejercido por los mismos países a los mismos candidatos, su candidatura apareciera como la única capaz de resolver el impase. Y así fue.
¿Qué hacía que Pérez de Cuéllar suscitara esas miradas de los otros? Repetiré que el estilo es el hombre. ¿Y cuál es el estilo de Javier? En el homenaje que el Perú le rindió al cumplir 90 años, recordé a Gracián para definirlo “maduro el juicio, purificado el ingenio, realzado el gusto e integridad de la voluntad”. Si añadimos el cultivo esmerado que hacía de la discreción, se puede entender por qué tuvo tanto éxito en el desempeño de tan alto puesto. Sir Brian Urquhart, uno de los más distinguidos funcionarios de Naciones Unidas, que sirvió a la organización desde su fundación, decía que por sus habilidades y su manera calmada de hacer las cosas, Pérez de Cuéllar cumplía en altísimo grado las grandes demandas de un trabajo tan exigente y difícil.
No solo sabía hacer bien las cosas y era tenaz en sus empeños. Más importante aún, jamás hizo alarde alguno de los resultados obtenidos. Enrique Iglesias, que presidió el BID por esa misma época, decía “… ni las difíciles circunstancias que vio pasar su larga y extensa carrera política pudieron vencer su exquisita humildad…”. Esa cualidad, en un mundo donde exhiben sin pudor sus vanidades los jefes de Estado y los políticos de toda laya, su discreción, le daba crédito y la base de su autoridad.
Así, con un estilo sereno y lleno de recursos, al cabo de 10 años de Secretario General de la ONU, mostró logros notables. Cierto es que coincidió con un quiebre en el mundo: la caída del muro de Berlín. Pero esta caída no fue de la noche a la mañana, sino un proceso que fue desarrollándose gradualmente casi desde tiempo que Pérez de Cuéllar iniciara su gestión. Se puede decir que él estaba preparado para aprovechar el espacio de paz que se abría. Con sus diligentes afanes, durante esos años se había ganado el respeto y la confianza de los grandes líderes mundiales, desde Gorbachov hasta Reagan, pasando por Thatcher, la dirigencia del Partido Comunista Chino y hasta el propio Juan Pablo II.
Ahora se sabe que adelantó una propuesta que por lo sensata y seria pudo evitar la guerra de las Malvinas; que su participación fue decisiva para la retirada de la Unión Soviética de Afganistán; como lo fue también para la independencia de Namibia, oprimida por el régimen racista sudafricano, y que sus esfuerzos por llevar la paz al Salvador, desangrado por una guerra civil, fueron coronados por el éxito el ultimo día de su gestión. Ese 31 de diciembre de 1991, los negociadores en San Salvador detuvieron el reloj para que la firma del acuerdo de paz la testificara Javier Pérez de Cuéllar, todavía como Secretario General.
Hay otro Pérez de Cuéllar que, dada su espectacular presencia internacional, pareciera pasar en inadvertido; es el ciudadano que ama intensamente a su país. Limeño de nacimiento y educación, que ingresa al ministerio de Relaciones Exteriores en 1944, para servir a su país, e inicia una carrera brillante que lo condujo a ocupar los más altos cargos como el de viceministro y el de ministro. Es un Pérez de Cuéllar que nunca se despreocupa del Perú y siempre se ofrece a colaborar desde su posición. La más conocida de esas gestiones fue en 1990, cuando organizó la reunión del electo presidente Fujimori con los jefes de las instituciones financieras internacionales, a fin de obtener el apoyo al Perú para su reinserción financiera.
Finalmente, hay también un Pérez de Cuéllar que cree en la democracia y que apuesta por ella. En 1995, para sorpresa de todos sus amigos, decidió enfrentarse a la dictadura fujimorista que había cambiado la Constitución para perpetuarse. Extraña decisión en quien encarnaba la diplomacia pura. Como decían unos amigos comunes, los políticos siempre ofrecen más de lo que pueden hacer y los diplomáticos menos de lo que pueden dar. Perdió como estaba previsto, pero demostró al país que había reservas morales en medio de ese ambiente de podredumbre política. En cambio no nos sorprendió nada que cuando llegó la democracia y Valentín Paniagua lo convocó para ser premier, dejó su plácido retiro parisino para colaborar en la restauración democrática.
Vivir un siglo es un raro privilegio y con Pérez de Cuéllar me queda la certeza que su larga trayectoria no fue simplemente una vulgar ambición sino el verdadero deseo, como el de aquellos que logran grandes realizaciones de vida. Salud, Javier.