Siempre tuve la sensación de que a Ellacuría le debía algo: no lo he conocido, lo he leído pero no a profundidad, supe de su vida y de su muerte, pero hoy en medio de curas pedófilos y órdenes fascistas que instituyen una jerarquía eclesiástica de cara a sus agendas perversas, mirando de reojo a los pobres como si solo merecieran caridad, pues regreso a la imagen de un sacerdote terco, honesto, intelectual sobre todo, rebelde y con una claridad meridiana sobre su objetivo en este mundo: la opción preferencial por los pobres. Sus compañeros jesuitas lo llamaban “Ellacu”; las señoras y jóvenes que asistían a sus misas, “Padre Nachito”: Ignacio Ellacuría, sacerdote jesuita, nació en el País Vasco, pero renació en El Salvador, cuando se bajó del avión y pudo abrir sus ojos europeos a otra realidad, marcada por el hambre y la pobreza, pero sobre todo, por la crueldad de un sistema de propiedad de los medios de producción que permitía la solvencia de unos pocos sobre el trabajo de muchísimos. Como sus compañeros, Ellacuría llegó para ser profesor de la Universidad Centro Americana “José Simeón Cañas” - UCA y al final de sus días logró ser rector. Lo dijo en varias reuniones y entrevistas: la UCA tiene como misión no solo instruir a los jóvenes ni investigar, sino sobre todo producir conocimiento para luchar contra la tremenda injusticia de la situación del país. ¡Cuántos rectores peruanos deberían aprender esas palabras! Durante esos años los medios salvadoreños iniciaron una intensa campaña contra los jesuitas, a quienes llamaban “curas marxistas” solo por decir en claro que los dueños del país estaban detrás de las miserias de El Salvador. Posteriormente lo acusaron de pertenecer a la guerrilla y titulaban sus artículos con frases como “La perversidad con sotana”, “Fuera jesuitas marxistas”; “La Curia se presta el juego de los terroristas” sintetizados en un lema que repetían los soldados en sus ejercicios matutinos: “haz patria, mata a un cura”. Una noche de octubre 1988 reventaron tres de diez bombas que habían dejado en la UCA. Todos sabían que se encontraban en peligro de morir. Ellacuría, así como monseñor Romero, eran firmes amantes de la paz y radicales en su opción; estaban convencidos de que la guerra es estúpida, absurda y que un acto de racionalidad era hacerle frente y tratar de pararla por todo los medios. Por eso Ellacuría dijo “si me matan durante el día es la guerrilla y si me matan durante la noche es el ejército”. Precisamente la noche del 16 de noviembre de 1989 varios soldados del ejército salvadoreño, específicamente el Batallón Atlacatl, ingresaron a la residencia de los jesuitas de la UCA y asesinaron a tiros a seis de ellos, a la empleada y a su hija de 15 años. Se trataba de una incursión para deshacerse de la principal voz que exigía una paz consensuada luego de diez años de violencia entre el Frente Farabundo Martí y el ejército. Por eso mismo, Ellacuría recibió tres balas, dos en el cerebro. Este sacerdote radical, terco como buen vasco, que regresó a El Salvador después de recibir un premio en España contra los consejos que pretendían persuadirlo de quedarse en Europa y murió como mártir, con los brazos abiertos contra la tierra, es un ejemplo hoy en medio de sacerdotes que ofenden a la humanidad con sus miserias, su fascismo encarnado en despreciar al otro que no es religioso, su misoginia, su estupidez numinosa y fanática, su crueldad contra los niños, su pretendida voz iluminada que solo grita mezquindad y ruina. “Un Dios de los oprimidos siempre molesta” ha dicho Jon Sobrino en una carta póstuma a su colega Ignacio Ellacuría. Es rabiosamente cierto.