No sé si los lectores de esta columna lo saben, pero mi participación en la red social Twitter es muy activa. Desde el terremoto de Chile, el 2010, he escrito miles de mensajes de no más de 140 caracteres sin más ánimo que el de difundir y obtener información instantánea. Es una red menos popular que Facebook, pero en el Perú reúne casi 4 millones de usuarios. Como puede advertirse solo con ingresar unos minutos, la posibilidad de escribir desde el anonimato o darle tribuna a quien desea desesperadamente tenerla, convierte a Twitter, en tiempo de elecciones, en una batalla campal. No puedo decir con exactitud cuántos miles de cuentas son falsas, creadas por la misma persona para atacar o alabar a un candidato, pero es un hecho, por su extraña conducta, que las hay. Lo cierto es que Twitter ha sido, este año, el basurero de la campaña. Sin embargo, así como los basurales de la antigüedad son para los arqueólogos fuente de invalorable información, estos modernos depósitos de desechos son útiles para medir el sentir de la cloaca. Desde el domingo pasado en la noche, y aún hoy, miles de cuentas siguen repitiendo falsedades gruesas que, repetidas por algunas figuras de perfil público, intentan desdibujar el triunfo de Kuczynski. Esto no sería un problema –total, ¿importa mucho una opinión anónima?– si es que la línea de argumentos estridentes y falsos no subyacerá al discurso de Keiko Fujimori en su lento reconocimiento de la derrota final. Un buen perdedor deportivo extiende la mano al oponente si es que quiere seguir compitiendo. No lo patea, ni lo escupe. ¿Verdad? Si lo acusa de tramposo, debe probarlo en un procedimiento justo. Si no es así, debe admitir que algo le faltó, aunque sea unas décimas –distancia, segundos, votos, es igual– para ser el mejor. De esa derrota, si sabe perder, sacará alguna lección, tal vez muchas, que la ayuden a un próximo triunfo. Si no aprende nada, no llegará muy lejos. Si le echa la culpa a todos, menos a sí mismo, menos. Eso era lo que esperaba, demostraría Kuczynski en su derrota, la noche del 5 de junio. Dignidad, grandeza, buen espíritu deportivo, para que compita, tal vez ya no él, sino los que lo sucedieran. Cuando el jueves 2 de junio las encuestas (las serias, claro, de GfK e Ipsos) hacían notar un cambio de tendencia, era claro que un revés estaba sucediendo para Fujimori. El simulacro del sábado, la boca de urna del domingo y el conteo rápido esa noche –seis muestras diferentes por dos equipos independientes– arrojaban siempre el mismo resultado: PPK arriba, por poco, pero lo suficiente para ganar. ¿Qué debía hacer Fujimori? Pues todo lo que no hizo. Alargó el reconocimiento y lanzó a sus voceros a gritar fraude, a soltar teorías conspirativas, y a lanzar por enésima vez, la excusa del odio. “¡Los policías están prohibidos de votar por orden de Nadine!” –una de mis conspiraciones favoritas y de las más populares el mismo domingo– se repitió en Twitter a pesar de que cientos de policías (o sus familiares) afirmaban en la misma red haber votado. La mentira se sostenía en que 100,000 policías iban a votar por Fujimori, lo que no tiene mayor fundamento lógico. Aun así, no paró. El discurso de derrota de Fujimori recoge las imputaciones conspirativas, al decir que se “sumó el poder político del gobierno, el poder económico y el poder mediático”; ataca al ganador afirmando que ella “defenderá al pueblo de los lobbies de las grandes empresas” imputándole, una vez más como en campaña, el falso carácter de lobista; y vuelve a la carga con el sonsonete infantil de “odios y fanatismos”. Todo mal. ¿Quién le escribo tan mal discurso? El buen perdedor reconoce al vencedor sin decir que los resultados “son confusos”. Dice siempre: “la culpa es mía, de nadie más”. No le echa la culpa a los hinchas, al entrenador o a la pelota. Ni a los auspiciadores, ni al árbitro. Reconoce su responsabilidad frente a todos y luego se examina a sí mismo para ver su falla. Evaluará con otros, si puede hacerlo y cuando esté listo, sus errores. Si lo hace bien, a la larga podrá tener otras oportunidades. Pero si no reconoce lo que en verdad sucedió, si no lo descubre, más allá de la adulación pasajera, las poses matonescas y las excusas fáciles, volverá a fracasar.