La investigación de Cano no sostiene que la religión sea una generadora de perversión. Eso sí. Desvirtuando su sentido sí podría derivar en movimientos en los que, usando un sistema de creencias religiosas como pretexto, el abuso de poder llegue a entronizarse. ,Sé de buena tinta que el exsodálite y psicólogo Gonzalo Cano Roncagliolo está pensando en publicar su tesis sobre el uso de la religión para la perversión. Ojalá que lo haga, y que lo convierta en un texto de divulgación popular, sin muchos tecnicismos, pues ahí está la clave para comprender cómo prenden en sociedades como la peruana, y otras similares, grupos de características sectarias como el Sodalitium Christianae Vitae, o los Legionarios de Cristo en México, o el de Fernando Karadima en Chile. Que vaya por delante que la investigación de Cano no sostiene que la religión sea una generadora de perversión. Eso sí. Desvirtuando su sentido sí podría derivar en movimientos en los que, usando un sistema de creencias religiosas como pretexto, el abuso de poder llegue a entronizarse. Esta premisa es fundamental, pues, aunque soy agnóstico, pienso como Mario Vargas Llosa que, “la religión cumple una función social de primer orden y que es insustituible para garantizar una vida espiritual y una guía moral a la inmensa mayoría de los seres humanos (…) La religión es un ingrediente básico de la civilización” (El País, 21 de agosto de 1994). Sin las religiones, todo hay que decirlo, la vida sería más insufrible para muchos. Siempre y cuando esta se practique en el marco de una nítida separación entre la iglesia y el Estado, déjenme añadir. Y no como aspira el cardenal Juan Luis Cipriani, quien si por él fuera trataría, con su sonrisa disecada, de moldear la legalidad peruana de acuerdo a sus rígidos dogmas. Pero volviendo al texto de Gonzalo Cano. Además de mostrar conceptualizaciones que ayudan a entender el fenómeno de la pederastia y aberraciones sexuales similares, nos permite entrar a la mente de psicópatas religiosos latinoamericanos, como Marciel Maciel, Fernando Karadima o Luis Fernando Figari. “Los pedófilos suelen tener historias familiares de disfunciones en la pareja paterna, suelen tener relaciones precoces incómodas o han recibido abusos sexuales (…) (Y estos pretenden) infligirle a otro(s) el mismo dolor, sufrimiento o humillación que sufrió por parte de (sus) padres o el abusador”, anota Cano basado en un trabajo de Cosimo Schinaia. Y añade. “El pedófilo o se está buscando a sí mismo con la creencia de que la víctima no está sufriendo, sino recibiendo un bien. O está ejerciendo el poder que fue ejercido sobre sí mismo como un acto de venganza. O ambas (…) Tiene un proceder ritualista y probablemente ha recibido algún tipo de abuso siendo un menor”. Lo más interesante del trabajo del psicólogo de la PUCP es cuando pasa a explicar el momento en que un psicópata de perversiones pedófilas transita hacia la creación de una “institución total”, según el concepto del sociólogo Erving Goffman. Es decir, “un lugar donde un número considerable de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente”. En dicha “institución total” los seguidores le conceden al líder el poder de decidir por ellos. Sobre cómo vivir. Sobre cómo pensar. Sobre cómo sentir. Sobre qué creer. Y sobre cómo relacionarse con el mundo exterior. Ello teniendo como fundamento la obediencia y el culto al líder. Así las cosas, el líder y su entorno terminan convirtiéndose en héroes míticos y referentes de vida. Un liderazgo maligno, como el del trío religioso mencionado líneas arriba, busca ser amado y admirado. Aspira a ejercer el poder absolutamente y a exigir una obediencia incondicional de sus adeptos. Los representantes de la cúpula usualmente exhiben personalidades abusivas y maltratadoras, corruptas y narcisistas, exhibicionistas y radicales. Un liderazgo maligno no acepta la crítica. Considera traidor al rebelde. Y termina transformando la organización fundada en un círculo de favoritos, en la que no existen controles ni frenos a su ejercicio del poder, con el propósito de satisfacer sus propias necesidades, inculcando adoctrinamiento y fanatismo y fundamentalismo entre sus huestes. Y un alto grado de uniformización. Y para lograr este objetivo, manipula, formatea mentes, lava cerebros. “Mientras más fanático y patológico sea un líder, lo será también el grupo”, escribe Cano. Y es así. Porque lo que hicieron Maciel, Karadima y Figari con sus respectivos movimientos fueron cultos. Cultos que degeneraron en devociones desproporcionadas a personas. En programas de reformas del pensamiento para controlar a sus adherentes. En explotación y esclavitud moderna. En maltrato físico y psicológico. En abusos sexuales. Y eso no es religión. Eso, como le dijo hace poco el sacerdote Gastón Garatea al periodista Renato Cisneros, eso es algo que la iglesia católica debería disolver ya.