
Las democracias no se quiebran únicamente mediante golpes de Estado o la suspensión de elecciones. Muchas veces se degradan de forma más silenciosa, cuando los mecanismos creados para fiscalizar el poder son usados para excluir, castigar o silenciar adversarios políticos. Eso es lo que hoy ocurre en el Perú con la figura de la inhabilitación impulsada desde la subcomisión de acusaciones constitucionales.
El control político es una función legítima del Congreso, pero solo lo es cuando se ejerce dentro de los márgenes del Estado de derecho. Sin debido proceso, sin pruebas consistentes, sin imparcialidad y sin proporcionalidad, la sanción deja de ser un acto de responsabilidad constitucional y se transforma en un acto de fuerza.
Esta práctica se inscribe en un contexto más amplio de deterioro institucional. Esta degradación es el resultado de un ejercicio del poder cada vez más arbitrario, concentrado en un Congreso que actúa sin contrapesos efectivos, y con instituciones clave progresivamente subordinadas, como la misma presidencia de la República.
La manera en que se viene aplicando la potestad sancionadora del Parlamento es uno de los síntomas más graves de este proceso.
El problema alcanza un punto crítico cuando quienes votan las inhabilitaciones son, al mismo tiempo, competidores electorales de las personas sancionadas. Que sean quienes buscan la reelección quienes proponen y votan por retirar a candidatos de la contienda rompe cualquier estándar mínimo de imparcialidad.
El Congreso deja de ser un órgano de control y pasa a funcionar como un actor electoral con poder punitivo, capaz de decidir quién puede competir y quién debe ser excluido. Esa es una línea que ninguna democracia puede cruzar sin consecuencias.
Para el pacto parlamentario autoritario la inhabilitación política sin debido proceso corresponde a un acto de fiscalización y de una lucha contra la corrupción. Normalizar este comportamiento abusivo en plena campaña electoral implica aceptar que la competencia política sea reemplazada por la exclusión y que la ciudadanía deje de ser el árbitro final del poder.
En un año decisivo para el país, defender el debido proceso es la condición indispensable para preservar el vestigio democrático que permitirá retomar la senda del proyecto republicano.

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