
Pedro Grández. Abogado y profesor de Derecho Constitucional
Bajo el concepto de “desconstitucionalización”, la teoría constitucional contemporánea viene analizando el desmontaje de los mecanismos que suelen emplearse para proteger determinados bienes valiosos a través de la Constitución. Se trata, entre otros, de los mecanismos de control frente al uso arbitrario del poder, de las técnicas de equilibrio entre los poderes del Estado y de los controles ejercidos mediante procesos judiciales.
En algunos casos, este proceso de desconstitucionalización se orienta a centralizar el poder en el Ejecutivo frente a las demás ramas; en otros, como viene ocurriendo entre nosotros, la centralización se produce desde los poderes de la política o de la economía y se dirige a doblegar a los demás poderes jurídicos, incluidas las instituciones de la justicia.
En síntesis, los procesos de desconstitucionalización buscan desactivar el papel limitador del Derecho a través de la Constitución y de sus mecanismos de resguardo, para imponer un poder sin controles o, peor aún, manteniendo la apariencia de tales controles, condicionar sus decisiones y proyectarlos como si se tratara de extensiones del poder político y ya no de instituciones autónomas e independientes, conforme lo dispone la Constitución.
El control del Ministerio Público, como institución autónoma e independiente, resulta crucial en este proceso. La constitucionalización de sus atribuciones más relevantes se produce con la Constitución de 1979, cuyo artículo 250° puso a buen recaudo su autonomía y le asignó, entre otras funciones, una especialmente significativa: “b) Vigilar e intervenir en la investigación del delito desde la etapa policial y promover la acción penal de oficio o a petición de parte”. Esta atribución se mantiene en la Constitución vigente (artículo 159°), incluso con mayor énfasis en la dirección de la investigación a cargo del Ministerio Público, para cuyos fines se precisa que “la Policía Nacional está obligada a cumplir los mandatos del Ministerio Público en el ámbito de su función”.
Sin embargo, una reforma de finales de 2024, introducida mediante la Ley Nro. 32130, establece una distinción inexistente en el texto constitucional entre “conducción jurídica” y “conducción operativa”, abriendo así un espacio para que la Policía Nacional actúe sin la presencia del fiscal en la etapa de investigación del delito. Esta Ley, por su evidente contradicción con la Constitución, fue impugnada ante el Tribunal Constitucional. No obstante, el Tribunal, en un intento por salvar su constitucionalidad, ha sostenido que la función constitucional del Ministerio Público, frente a actuaciones policiales realizadas sin su presencia, se reduce ahora a evaluar “la idoneidad y eficacia de las actuaciones realizadas”, en tanto que su rol como conductor de la investigación del delito estaría orientado esencialmente a procurar la actividad probatoria en el proceso penal (STC 006-2024-AI, fundamento 70).
Aunque la sentencia está plagada de giros argumentativos destinados a exhibir una inexistente justificación jurídica objetiva, lo cierto es que esta reforma, solicitada con persistencia desde espacios vinculados al poder policial —por el control que implica sobre los atestados en la fase de investigación—, supone en la práctica una modificación de la Constitución mediante una ley ordinaria del Congreso, en lo que respecta al papel del Ministerio Público en el control de las investigaciones penales.
Pero el control “técnico” de la investigación preliminar ha sido solo el anuncio de lo que podríamos denominar las “siete plagas” del Ministerio Público. En un país en el que, según todas las encuestas, la corrupción pública constituye el principal problema en diversas instancias del Estado, el colapso institucional del Ministerio Público no puede sino entenderse como parte del mismo fenómeno. Aunque algunos sectores intentan presentarlo como una simple “pugna interna”, los hechos narran una historia que debería escandalizar a la comunidad jurídica nacional. Sin embargo, hay que admitirlo con frustración: ni siquiera entre los propios integrantes del Pleno de la Fiscalía Suprema, lo que ocurre genera, al parecer, mayor alarma.
La inhabilitación, dirigida exclusivamente contra la doctora Delia Espinoza, constituye en este escenario una “lección” de manual para quienes intenten alguna disidencia. Para todos resulta claro que se trata de una persecución política y de un acto de venganza carente de sustento jurídico. Pese a ello, no se ha emitido pronunciamiento alguno desde el interior de la institución llamada constitucionalmente a velar por la “defensa de la legalidad y de los intereses públicos”. Precisamente, la legalidad y el interés público han sucumbido en un mismo acto con la expulsión de quien se atrevió a defender la independencia de una institución clave en la lucha contra la criminalidad que hoy sacude al país.
Unos por temor, y otros por comodidad frente a las nuevas circunstancias, parecen haber aceptado la trágica deriva de su institución. “He sido incómoda para quienes tienen cuentas con la justicia y hoy concentran demasiado poder”, declaró la fiscal Espinoza a un medio local. El Ministerio Público parece haber sido nuevamente neutralizado, al menos frente a quienes hoy ejercen el poder sin control en las más altas instancias del Estado. Constitucionalizar el Ministerio Público fue la culminación de un largo proceso en la ultima mitad del siglo XX; su desconstitucionalización parece de nuevo coincidir con tiempos aciagos para el Estado de Derecho en nuestro país.

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