
La coyuntura política peruana está marcada por un proceso sostenido de cooptación institucional. El pacto parlamentario autoritario que hoy gobierna de facto ha ido capturando, paulatinamente, los organismos encargados de garantizar la separación de poderes, así como la vigencia del Estado de derecho.
El ejemplo más reciente es la ofensiva contra el Ministerio Público. Dicho conjunto de acciones es impulsado desde la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales y respaldado por una mayoría en la Junta Nacional de Justicia y por algunos miembros del Tribunal Constitucional que, en conjunto, operan como un bloque dispuesto a emitir sentencias funcionales a los intereses del régimen, y no a un criterio jurídico serio.
En ese contexto se inscribe el caso de la Defensoría del Pueblo. Desde su nombramiento, el defensor Josué Gutiérrez ha optado por respaldar a un régimen que se ha caracterizado por medidas abiertamente antidemocráticas, dejando de lado su mandato de proteger a los ciudadanos más vulnerables, como lo exige constitucionalmente su rol.
El que debería ser defensor de los DDHH en el Perú, ante las demandas de los deudos de las víctimas de la represión ocurrida desde que Dina Boluarte asumió el poder, así como frente a la ley que persigue y restringe el trabajo de las ONG, guarda silencio.
Para diversos exdefensores peruanos, la institución que fue creada para defender derechos de los más desperdigados ha sido convertida en un escudo político.
Pero el mundo observa. La Alianza Global de Instituciones de DDHH, que agrupa a las defensorías del pueblo del planeta, ha iniciado una revisión especial de la Defensoría peruana para evaluar si sigue cumpliendo con su mandato constitucional y con los Principios de París. Este acto es trascendente porque revela una variable que el poder difuso instalado en el Parlamento no puede ni podrá controlar: la vigilancia permanente de la comunidad internacional frente a los abusos y violaciones de DDHH que se han cometido, se cometen y se pretenden cometer en el país.
Tarde o temprano, quienes hoy capturan instituciones deberán rendir cuentas, no solo ante el mundo, sino ante la justicia de la historia. Y existe otra variable que tampoco pueden controlar: la dignidad ciudadana. La sociedad peruana tiene la responsabilidad de seguir de cerca, con mirada crítica, el proceso electoral y la actuación del régimen en instituciones copadas que intentarán influir en los comicios.
Podrán controlar organismos, pero no el voto de un país que, cuando se hace consciente de su poder, es capaz de cambiar el rumbo, como ya lo ha demostrado tras la dictadura fujimorista a inicios del siglo.

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