
La minería en el Perú es el principal motor de las exportaciones nacionales. Según el Banco Central de Reserva y el Ministerio de Economía y Finanzas, en 2024, dicho sector representó el 8,5% del producto bruto interno (PBI) y aportó cerca del 17% de los ingresos fiscales del Estado. Sin embargo, también se calcula, con alarma, que un porcentaje no menor de la actividad minera, definida como artesanal e informal, escapa en gran medida al control estatal.
El problema no se agota ahí. Ante la ausencia del Estado para acompañar los procesos de formalización y protección de los recursos minerales de todos los peruanos, mafias vinculadas a la extracción de oro ilegal, el narcotráfico y otras actividades ilícitas han sometido las rutas de la minería artesanal a su poder delictivo.
Por otro lado, existe un amplio número de concesiones ociosas, es decir, grandes extensiones de tierra asignadas a empresas que, durante largos años, no las han explotado. Mientras tanto, pequeños y grandes mineros enfrentan barreras que les impiden emprender sus actividades de manera sostenible. Limitaciones producidas por la desconfianza de ciudadanos motivadas por experiencias lamentables contra el ecosistema y otras vinculadas a trabas burocráticas que fomentan la informalidad, hoy cuna de la ilegalidad, son algunos de los problemas que deben atenderse ampliamente.
Esa paradoja —tierras concesionadas sin productividad durante largos períodos frente a comunidades empobrecidas y criminalidad creciente— es un reflejo de la ausencia de una política estatal necesaria. En su lugar, reina la improvisación. No son pocos los operativos aislados ni las leyes prorrogadas, como el Reinfo.
Esto no significa desconocer que la gran minería formal ha sido, en muchos casos, eficiente y cumplidora de las normas que el propio Estado ha establecido. Empresas que han invertido miles de millones en tecnología, seguridad ambiental y responsabilidad social. Pero también es cierto que otras han actuado con impunidad, contaminando ríos, suelos y ciudades enteras, dejando tras de sí pasivos ambientales y conflictos sociales que nadie asume.
Lo mismo ocurre en el extremo opuesto: la pequeña minería también combina experiencias de formalización responsable con otras de alto impacto ambiental, inseguridad y violencia.
Hoy, la minería es un espejo del país: un territorio inmensamente rico, pero mal gestionado; una economía extractiva que no logra traducir su potencial en bienestar sostenible. En medio del desborde delictivo que somete a la minería artesanal, la falta de control territorial estatal y la debilidad estructural en muchas comunidades, la búsqueda de soluciones sobre la minería debería dejar de ser un campo de batalla atomizado y convertirse en un espacio de debate sobre una posible reforma del sector.

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