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Opinión

Finto-democracia, el gobierno de las apariencias, por Pedro Grández

Un gobierno de apariencias que sustituye el razonamiento por el algoritmo, la deliberación por el espectáculo y la ciudadanía por la audiencia. Se gobierna para las redes, no para la comunidad

Congreso. Créditos: difusión.
Congreso. Créditos: difusión. | Homenaje fue parte de la celebración por los 203 de instalación del Congreso. Créditos: difusión. | Homenaje fue parte de la celebración por los 203 de instalación del Congreso. Créditos: difusión.

Pedro P.  Grández Castro, Constitucionalista - Profesor Universitario

En el diccionario de la Real Academia Española, “finta” se define como un ademán o amago hecho con intención de engañar. El Diccionario de americanismos añade que “fintoso” puede referirse, según el caso, a una persona que simula lo que no es, o a algo aparente y vistoso. En el lenguaje popular, “hacer la finta” equivale a aparentar, disimular, engañar o querer sorprender.

Desde hace tiempo, la democracia se ha vuelto más fintosa que real. Participamos en elecciones para elegir “a nuestros representantes”, pero las listas por las que votamos son decididas por cúpulas partidarias ajenas a la ciudadanía. La ausencia de procedimientos democráticos y transparentes al interior de las organizaciones políticas se revela en la presencia de “liderazgos naturales”, expresión con la que se encubre a los dueños o herederos de dichas organizaciones.

Un ejemplo reciente ilustra esta deriva. En enero de 2024, el Congreso aprobó la Ley N.º 31981, que cerró cualquier posibilidad de elecciones internas verdaderamente democráticas. La norma “hizo la finta” de promover la participación, pues mantenía como opción las elecciones abiertas, pero introdujo una segunda modalidad: la elección “mediante delegados”, quedando a discreción de cada organización decidir cuál aplicar. Resulta evidente que ningún grupo político optará por el mecanismo más transparente de la democracia interna. Sin ingresar a analizar la vida interna de las agrupaciones, es fácil suponer que éstas no aceptan ni los controles a sus procesos ni la fiscalización, pese a que reciben fondos públicos para su financiamiento.

Las crisis políticas desnudan el sistema. Cuando ya no se puede sostener el “ser” de la democracia, sólo queda su apariencia: la política del streamer, del gesto y la pose. Se reemplaza el liderazgo por la performance, la rendición de cuentas por la empatía impostada, la representación auténtica por el reflejo emocional. Es la política del espectáculo, la demagogia y el populismo.

El filósofo francés Guy Debord, en La sociedad del espectáculo (1967), anticipó este fenómeno al advertir: “Allí donde el mundo real se cambia en simples imágenes, las simples imágenes se convierten en seres reales y en las motivaciones eficientes de un comportamiento hipnótico”. En los años sesenta, Debord aún no conocía el Internet ni las redes sociales, pero ya vislumbraba una sociedad que reaccionaba emotivamente y podía ser “hipnotizada”. La suya era una crítica a una sociedad que, sin vivir en la “realidad virtual”, comenzaba a confundirse entre apariencia y realidad.

Tres décadas después, Giovanni Sartori analizó la sociedad del espectáculo desde su preocupación por el control del poder y la democracia. En Homo videns (1997), analizó el poder de la televisión en la formación —y deformación— de la opinión pública. Según advirtió, el “pueblo soberano” ya no opinaba a partir de la deliberación, sino según los “formadores de opinión” en el que las imágenes y la television jugaban un rol relevante. El poder del video, decía, se convirtió en el eje de los procesos políticos por su capacidad de orientar percepciones. Para Sartori, la democracia representativa sólo puede subsistir si la opinión pública se forma “desde el público”. En cambio, la videocracia fabrica una opinión “masivamente heterodirigida” que refuerza la apariencia de democracia, pero vacía su contenido. Los homo videns reaccionan a las imágenes; ya no son los seres autónomos que imaginaron los liberales del siglo XVIII que construyeron el discurso de los derechos y la democracia.

En la actualidad, Internet ha llevado ese vaciamiento a su extremo. El jurista italiano Mauro Barberis, en su reciente obra Cómo internet está matando la democracia (2024), llama “populismo digital” a la convergencia entre tecnologías digitales y manipulación populista de las “audiencias de la democracia”. Aunque Barberis no desarrolla esta idea abiertamente, es plausible pensar que las redes han vuelto populista casi toda forma de acción política contemporánea. Su lógica es simple: las redes no promueven el debate ni la reflexión, sino la confrontación inmediata y la reacción emocional. En ese contexto, la apariencia se impone: lo que importa no es lo que se piensa ni la forma en que se arriba a dichos pensamientos, sino cómo se percibe aquello que se piensa.

La democracia, en consecuencia, se diluye en una finto-democracia: un gobierno de apariencias que sustituye el razonamiento por el algoritmo, la deliberación por el espectáculo y la ciudadanía por la audiencia. Se gobierna para las redes, no para la comunidad; inclusive si aun se discute, no lo hacemos para mostrar las mejores razones que nos acompañan, sino para hacer notar que podemos golpear más fuerte o alardear mejor desde nuestra postura. Se busca el “contacto emocional” y no el racional con el público.

Este modelo es funcional al populismo porque ambos comparten el mismo sustrato: la explotación de las emociones colectivas. La finto-democracia promete participación, pero administra obediencia; promete transparencia, pero cultiva opacidad; promete libertad, pero fabrica consensos aparentes. Su éxito depende de mantener al ciudadano como espectador, no como parte fundamental del denominado “autogobierno”.

Si la política se ha vuelto una escena, el desafío democrático consiste en recuperar la palabra y la deliberación frente al ruido y la imagen. La democracia no puede reducirse a una llamada a las urnas cada cierto tiempo ni a un espectáculo de los influencers. Requiere instituciones que garanticen la verdad, la justicia, la tolerancia y la diversidad; valores incompatibles con la lógica del like o de las tendencias.

Restaurar el sentido de la democracia implica volver a su raíz: el gobierno del pueblo mediante la razón pública. De lo contrario, seguiremos en esta era de las simulaciones, celebrando elecciones que “hacen la finta” de ser democráticas, mientras asistimos, cada vez más hipnotizados, al espectáculo del vaciamiento de los contenidos de la democracia y a la cancelación de nuestra propia condición de ciudadanos.

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