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Opinión

Sin filtro alguno, por César Azabache Caracciolo

La exhibición de relaciones, si no detenemos esto, puede terminar estableciéndose como factor de competencia y de diferenciación entre abogados y candidatos políticos, tanto ante órganos de gobierno como ante los tribunales de justicia.

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César Azabache

El saqueo institucional en que andamos es la parte visible de un proceso más complejo. La representación, hasta no hace mucho, fundamento indiscutible del sistema político, está cediendo su lugar a una versión ruda y muy descarnada de gestión de intereses privados. No es, por cierto, que los intereses privados sean una novedad. Lo que ocurre es que están pasando a ocupar un espacio que no les corresponde; un espacio que está quedando liberado de toda carga y contrapeso; uno que está adoptando un cariz sumamente agresivo. Y esto constituye bastante más que solo un problema.

El proceso en el que estamos tiende a convertir al Estado en un compuesto basado en el tráfico de influencias. La exhibición de relaciones, si no detenemos esto, puede terminar estableciéndose como factor de competencia y de diferenciación entre abogados y candidatos políticos, tanto ante órganos de gobierno como ante los tribunales de justicia.

En este proceso, la política y las reglas de derecho se adelgazan y en su lugar aparecen las agendas y las llamadas por móviles puestos en altoparlante. El cliente perfecto de este universo en formación no se define a sí mismo por su manera de asumir la ciudadanía o sus derechos, sino por el peso específico que reclama en la malla de intercambios a la que postula. Este cliente no busca respuestas generales a preocupaciones cotidianas. Busca contactos; incorporarse a una red de influencias, relacionarse con alguien que le abra puertas; alguien que conozca más personas que él mismo.

Estos últimos días hemos recibido una nueva ola de conversaciones grabadas al señor Santiváñez. Estas conversaciones comprometen su paso por un viceministerio y un despacho ministerial. Incluyen influencias ofrecidas en el Tribunal Constitucional y en el sistema penitenciario al entorno de uno de sus clientes, el señor Marcelo Salirrosas, un ex policía que está en prisión por haber cooperado con el crimen organizado.

El señor Santiváñez ha ejercido profesionalmente en ese sector, el de policías en prisión por asesinato o por colusión con organizaciones criminales. Ha litigado en los casos en los que reconoce haber intervenido o intentado intervenir siendo viceministro o ministro. Sin embargo, el problema más importante de esta historia en formación no está ahí. Está en la facilidad con que reconoce en las grabaciones —que esta vez no ha negado— haber pedido dinero para “echar a andar” el caso que promovió ante el Tribunal buscando anular la condena impuesta a Salirrosas. En las grabaciones que se han difundido sostiene que al menos una parte del dinero que recibió no era para él. ¿Acaso no es esto demasiado?

El domingo, en Panorama, el abogado del señor Santiváñez declaró que su cliente también recibió en el Ministerio del Interior a familiares de policías investigados en alguno de los casos sobre escuadrones de la muerte registrados en Trujillo, en los que también fue abogado, también para resolver problemas particulares. El lunes, el señor Santiváñez confirmó que esto es cierto, que recibió a estas personas con ese propósito. Lo ha presentado, además, como una misión: una o más campañas a favor de policías en prisión.

Bajo las reglas del Código Penal, haber ofrecido esas influencias basta para considerar perpetrado un delito. Y esto no cambia confirmando que estas gestiones no hayan sido exitosas, ni cambia intentando esconderlas en una malla más tupida de intervenciones que incluyen a otros ex clientes suyos y acaso a la clase completa que forman los policías en prisión.

Un plan general de favorecimiento a terceros, promovido usando un cargo público, representa la comisión de un delito, aunque esto sea algo que parecemos estar perdiendo de vista. Es importante no perder de vista la forma en que esta historia muestra cómo el sistema está perdiendo, sin ninguna vergüenza, toda referencia pública para poblarse de maniobras orientadas al servicio directo y sin filtros de intereses puramente privados.

El señor Santiváñez ha puesto en evidencia su intención de convertirse en un factor de la política convocando el voto, en su caso, de la comunidad policial. No tengo nada en contra de eso. Ha defendido una idea: construir una cárcel especial para quienes delinquen siendo policías. Es una idea suelta; no he registrado alguna otra que, proveniente de la misma fuente, permita reconocer una propuesta política articulada. Lo que aparece en los casos que están ahora en debate no agrega, honestamente, nada en la formación de una representación orgánica de la comunidad policial. Muestra más bien la intención de ofrecer el uso de una agenda pública de contactos para gestionar ventajas a favor de antiguos clientes con problemas legales.

El señor Santiváñez parece estar convencido de que hacer gestiones como las que están ahora en debate representa un método válido para hacer política. Ahí está la llave del problema que estamos discutiendo.

Esas conversaciones constituyen un ejemplo claro de lo que significa este proceso. Densifican en una sola historia el tipo de esquemas que están llenando el espacio que debería ocupar la política.

Imposible olvidar, además, que hay una historia que corre en paralelo: las revelaciones que colocan al mismo señor Santiváñez en una aparente relación también de influencia con otro personaje de estos tiempos; la jueza Enma Benavides, repuesta hace poco como vocal superior por la actual JNJ. La jueza Benavides, hermana de la fiscal Benavides, arrastra las secuelas de un caso que aún no termina: la posible existencia de una red de corrupción dedicada a ejercer influencias en casos sobre narcotráfico hacia el año 2014.

Esto es algo que también requiere ser aclarado con detalle.

Esta historia va a originar casos legales. Más importante aún que ellos, la forma en que marca el destino al que nos estamos aproximando.

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