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Opinión

Santistevan y la construcción de la autoridad defensorial, por Rolando Luque Mogrovejo

". La dimensión pública del legado de Santistevan merece ser valorado, más aún en estas circunstancias, de defección institucional en más de un campo"

luque
Rolando Luque Mogrovejo 12-09

Se dice que la historia la hacen los pueblos, y que los líderes marcan el paso. Gracias a su personalidad, su lectura precisa del momento, su capacidad de entusiasmar y de escuchar a quienes lo acompañan, su habilidad y coraje para sortear dificultades sin perder el horizonte ni la dignidad, los grandes o pequeños proyectos ganarían intensidad y altura. Doy fe de que hace veintinueve años, Jorge Santistevan de Noriega, calzó como anillo al dedo en el papel de Defensor del Pueblo.

La mañana en que juró el cargo en el hemiciclo del Congreso, puso un par de sellos de lo que sería su liderazgo y su gestión: “Recibo el honor de haber sido designado como resultado de un significativo y valioso consenso que me compromete. El mismo refleja la expectativa ciudadana de contar con una Defensoría del Pueblo ajena a toda consideración política, que no favorezca a unos peruanos en desmedro de otros, sino que anteponiéndose a intereses de grupo, proteja con la ley en la mano, los derechos de todos”. Y enseguida agregó para que no quede duda, “En cuanto a mí se refiere, hoy ante ustedes solemnemente me comprometo a garantizar la autonomía de la Defensoría del Pueblo y la objetividad de las altas funciones que me han encomendado”. Y así fue.

Eran años asfixiantes, de autoritarismo y corrupción desbocados. Las instituciones habían caído una tras otra, o eran intimidadas hasta neutralizarlas. En medio de ese desolador panorama, el 11 de setiembre de 1996 la Defensoría del Pueblo inició funciones, bajo la mirada curiosa del ciudadano y la indiferencia de los políticos. Esta subestimación fue sin duda una ventaja, le permitió a la Defensoría ir avanzando en el terreno en el que se define la legitimidad, el del aprecio ciudadano. Llegó a tener 65% de confiabilidad, la más alta entre las entidades estatales y la segunda después de la Iglesia Católica.

Hoy que 3 millones de compatriotas han vuelto a ser pobres, que la minería ilegal depreda y mata sin control, que la educación universitaria ha vuelto a las manos de los que la destruyeron, que las víctimas de violaciones de derechos humanos se quedarán sin justicia, hace falta, más que nunca, un defensor que entienda sus prioridades, hable claro, y tenga el coraje de enfrentar las malas artes del poder político. No pueden aprobarse leyes que allanan el camino de los delincuentes sin objeción alguna, o callarse frente a la muerte de 49 personas en las protestas del 2021 y 2022. Defensor que no habla a tiempo es mejor que ya no hable. Vaya obscena manera de dilapidar la autoridad moral de una institución de respetable historial.

Es que se ha corroído su médula: la autonomía. El ombudsman nació para combatir las malas prácticas de la administración, los abusos del poder; para investigar casos individuales hasta encontrar respuestas satisfactorias, y problemáticas más amplias y complejas para proponer cambios en las políticas públicas. Una vasta y compleja agenda que solo es posible de acometer marcando distancias de los intereses políticos o económicos, defendiendo los fueros defensoriales hasta las últimas consecuencias, y viendo el poder, no con codicia, sino con recelo. 

Fue el valor innegociable de la autonomía, el que siempre dio fundamento moral a los pronunciamientos de esta institución. Durante los comicios del año 2000, Santistevan dijo en un comunicado que dichas elecciones no habían sido “ni transparentes ni competitivas”; y el día que destituyeron a los miembros del Tribunal Constitucional, sostuvo en el acto, “Hoy es un día aciago para la institucionalidad democrática”.  Y no tuvo temor de investigar las denuncias de maltratos en el servicio militar, o las “intervenciones quirúrgicas voluntarias” a las mujeres para ligarles las trompas. Y asumió la difícil tarea de liderar la comisión ad hoc que proponía al Presidente de la república los indultos y derechos de gracia que correspondieran a presos inocentes por terrorismo y traición a la patria. Cada expediente fue tratado en el despacho del presidente Fujimori. Un defensor cuestiona para evitar abusos, y colabora para que se remedien. Así se fue construyendo la tradición defensorial, a la que contribuyeron las sucesivas gestiones que entendieron su papel y respetaron la cultura institucional.

Por eso creo que es justo dar testimonio del paso de los buenos funcionarios por la administración estatal. La dimensión pública del legado de Santistevan merece ser valorado, más aún en estas circunstancias, de defección institucional en más de un campo. Pero hay también una dimensión privada de aquellos años que me permito compartir. Juntarse con Santistevan para tratar algún tema era una oportunidad de aprendizaje: a componer con habilidad y paciencia la solución a un problema, a fundamentar con consistencia, a escoger las palabras indicadas, a tomar la decisión más prudente, a salpimentar los trances con buen humor. A su vez, él se mostraba dispuesto “a ser convencido”, a valorar el aporte de todos. Había una tensión sana, alimentada por el deseo de mejora, no por la competencia destructiva ni el beneficio individual. Si había que cantarle sus verdades al Estado, era mejor esmerarse en cultivar el lenguaje del ejemplo.

Estoy seguro que la huella de Santistevan sigue ahí, sigue orientando los pasos de los buenos trabajadores que aún quedan en la Defensoría del Pueblo.

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