
El reciente asesinato del activista ultraconservador estadounidense Charlie Kirk, acribillado en un acto político frente a estudiantes en una universidad de Utah, resuena como una campanada de alerta más en medio de la convulsión política global. Esta atrocidad expone crudamente hacia dónde nos arrastra el fanatismo cuando la política se despoja de toda brújula moral. La defensa de las ideas, por más fervorosa que sea, nunca justifica el sacrificio de una vida humana si aspiramos a llamarnos civilización.
Kirk, una figura controvertida, fue un provocador cuya retórica a menudo rebasaba los límites del respeto a los derechos humanos. Su defensa apasionada de la Segunda Enmienda y su desprecio por las sensibilidades de quienes abogan por la justicia social lo convirtieron en un símbolo de división. Sin embargo, la terrible paradoja de su ejecución —en el marco de la defensa cerrada de la venta desregulada de armas de fuego en nombre de la Segunda Enmienda— nos obliga a mirarnos en el espejo. ¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Cómo hemos permitido que la política, que debería ser un espacio de construcción colectiva, se transforme en un campo de batalla donde la sangre reemplaza al diálogo?
En un mundo fracturado por la polarización, la oposición política no solo es legítima, sino necesaria. La democracia no es un coro de unánimes, sino un campo de tensiones en el cual las ideas se enriquecen en el choque. Oponerse a posturas que consideramos injustas o perjudiciales es un derecho humano fundamental, un acto de libertad que nos define como seres críticos y responsables. Sin embargo, este derecho a disentir, a ser “anti”, a levantar la voz contra lo que creemos errado, debe estar enmarcado en un principio inquebrantable: el respeto irrestricto a la vida y la dignidad del otro. La oposición política no puede, bajo ninguna circunstancia, convertirse en un llamado a la violencia ni en una excusa para deshumanizar al adversario.
El genocidio en Gaza, las muertes causadas por el uso irresponsable de armas y el asesinato de Kirk son síntomas de una misma enfermedad. Cuando los derechos humanos dejan de ser el horizonte ético de nuestra convivencia, caemos en la barbarie. La política, en su esencia, debería ser un ejercicio de reconocimiento mutuo, un esfuerzo por construir puentes incluso en medio de la discrepancia.
De cara al proceso electoral de 2026, el desafío es claro: debemos recuperar la política como un espacio de afirmación de la vida, no de su negación. Esto exige un acto de humildad radical: reconocer que, más allá de nuestras diferencias, compartimos una misma fragilidad, una misma aspiración a existir en dignidad. En un mundo que nos tienta a odiar, el verdadero acto de rebeldía es amar la humanidad del otro, incluso cuando disentimos.

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