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Opinión

Presidentes presidiarios: no impunidad vs corrupción sistémica, por René Gastelumendi

El hecho de que figuras como Vizcarra, quien alguna vez se erigió como un cruzado anticorrupción, ahora se encuentre tras las rejas, demuestra que los "anticuerpos" del sistema están actuando

barbadillo
Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Castillo permanecerán en el penal de Barbadillo. Foto: composición Jazmin Ceras/ LR.


Los peruanos estamos siendo testigos de un fenómeno que desafía la lógica y las narrativas convencionales. Con el reciente ingreso del expresidente Martín Vizcarra a prisión, el país ha añadido un nuevo capítulo a su historia política: la consolidación de una especie de pabellón carcelario exclusivo para expresidentes: Barbadillo, el penal presidencial.

La prisión preventiva de Vizcarra no es un incidente aislado, sino la culminación de un proceso que ha convertido a Perú en un caso de estudio único en el mundo: el de una nación donde una cantidad sin igual, de sus presidentesrecientes han terminado en la cárcel, privados de su libertad o, en un caso trágico, quitándose la vida para evitar la cárcel. 

Hablamos de 7 presidentes constitucionalmente elegidos por el voto popular, no de los transitorios. Es en este panorama donde se revela la dolorosa paradoja de la no impunidad y la corrupción sistémica.

A primera vista, la situación parece un mensaje de esperanza. Ver a la justicia actuar, sin importar si el acusado es un expresidente, es una señal de que la impunidad no es absoluta.

El hecho de que figuras como Vizcarra, quien alguna vez se erigió como un cruzado anticorrupción, ahora se encuentre tras las rejas, demuestra que los "anticuerpos" del sistema están actuando. En un continente donde el poder a menudo ha sido sinónimo de intocabilidad, con aciertos y errores, el poder judicial y la fiscalía peruanos han logrado romper con esa tradición, sentando un precedente de rendición de cuentas que es, para muchos, un paso fundamental para sanar nuestra democracia.

Sin embargo, esta misma victoria es la que expone la profunda enfermedad del país. La paradoja se manifiesta en que la prueba de que el sistema de justicia funciona es, al mismo tiempo, la prueba de cuán enfermo está el sistema político desde sus raíces. La cifra de expresidentes elegidos democráticamente en la cárcel, al mismo tiempo, me temo que algo único en la historia, lo cual evidencia que la corrupción no es un problema de individuos. Es la evidencia de una corrupción estructural y sistémica que ha permeado las más altas esferas del poder, sin importar su ideología.

Esta realidad destruye las narrativas simplistas que tanto dominan el debate público. Desde un sector de la Derecha Bruta y Achorada (DBA), se argumentaba que este fenómeno que incluye también a candidatos presidenciales como Keiko, no es una victoria de la justicia, sino una guerra jurídica orquestada por la llamada "mafia caviar". Esta visión sostiene que un grupo de intelectuales y activistas progresistas ha cooptado el Poder Judicial y la Fiscalía para perseguir a sus enemigos políticos, eliminándolos del juego político. En esta narrativa, los únicos que serían blanco de esta persecución son los líderes no afines a este grupo, como Alberto Fujimori y Alan García. En cambio, según la DBA, todos los demás, incluyendo a Pedro Pablo Kuczynski, son considerados parte directa o indirecta de esta "mafia caviar". En esta narrativa, Kuczynski no sería solo parte de la élite de poder, sino un "tonto útil" que, por afinidad ideológica, habría servido a los intereses de la "mafia caviar" y ahora sufre las consecuencias. ¿Y Humala, Toledo, Vizcarra? ¿Quién es el menos corrupto de todos, quién sería el menos corrupto? (¿Nosotros matamos menos?)

Sí, esta explicación se desmorona ante la realidad. ¿Cómo podría una sola "mafia" ser responsable del encarcelamiento de figuras tan dispares como el exbanquero Kuczynski y Pedro Castillo, el líder sindical de la izquierda radical? La diversidad ideológica del "club de los expresidentes presos" es la prueba más contundente de que la corrupción en Perú no es el mal de un solo bando. Es un fenómeno transversal que ha infectado a la clase política en su totalidad, sin distinciones.

El impacto de esta paradoja en la sociedad peruana es profundo y doloroso. La constante rotación de presidentes, las crisis de gabinete y los escándalos públicos han generado un estado de desconfianza generalizada y desencanto político. La población percibe la política no como un servicio público, sino como un espacio de poder y enriquecimiento ilícito. Esta percepción lleva a la apatía y a la fragmentación social, donde un mismo hecho es interpretado de forma radicalmente opuesta por distintas partes de la sociedad, agravando la polarización y el sálvese quien pueda. 

Es aquí donde el simbolismo de la situación adquiere un peso histórico. Para una generación que creció con los vladivideos, esos registros clandestinos donde la corrupción se mostraba en la penumbra de una sala secreta, ver a estos nuevos líderes ser expuestos a la luz pública, con las esposas puestas y frente a las cámaras, es una mezcla de catarsis y decepción. La corrupción, que antes parecía un vicio escondido de un solo régimen, el fujimorista, ahora es una plaga visible que ha afectado a cada gobierno. La imagen de los expresidentes esposados, transmitida en vivo, es el acto final de la justicia, pero también el recordatorio más crudo de que la promesa de un país mejor se ha roto una y otra vez.

Y es precisamente esa realidad la que nos lleva a imaginar una escena casi surrealista: cuatro expresidentes de la República, Pedro Castillo, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Martín Vizcarra, conviviendo en el Fundo Barbadillo. Separados por ideologías y trayectorias, ahora los une el mismo destino. ¿De qué podrían hablar en los pasillos de su inusual residencia? Quizás sobre la ironía de su destino compartido, o sobre los delitos que cometieron y que todos niegan. Podrían debatir si la justicia es verdaderamente ciega o si, como creen algunos, sus casos son fruto de la persecución política. Quizás se quejen del "establishment" o de los medios. Lo cierto es que, a pesar de sus diferencias, todos ellos son parte de la misma paradoja. Su presencia conjunta en prisión no es un simple capricho de la historia, sino la prueba más clara de que el sistema político peruano, desde el neoliberalismo hasta la izquierda populista, ha fallado. Su conversación hipotética sería el reflejo de la crisis institucional que ha corroído los cimientos del poder en nuestro país.

En este contexto, Perú se encuentra en una encrucijada. La acción judicial demuestra una capacidad para luchar contra la impunidad que podría ser la base de una futura sanación. Sin embargo, la exposición de una corrupción tan generalizada que llega hasta Dina Boluarte y sus Rolex, sigue socavando la fe en la democracia misma. La paradoja es que existe una crisis institucional de corrupción, pero que, al mismo tiempo, la no impunidad es también institucional. Es una operación quirúrgica a corazón abierto: el procedimiento es doloroso y el paciente parece más enfermo que nunca, pero la cirugía es la única esperanza de supervivencia. El futuro del país dependerá de si este doloroso proceso de auto regeneración conducirá a una verdadera transformación o si, por el contrario, la enfermedad sistémica terminará venciendo, que es lo que me temo, está ocurriendo.

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