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Opinión

¿Qué hacen los diplomáticos entre dos cócteles?, por Manuel Rodríguez Cuadros

En las relaciones internacionales contemporáneas, el protocolo y el ceremonial diplomático son mecanismos para preservar la igualdad soberana en un sistema descentralizado donde no hay un parlamento mundial ni una autoridad superior

mrc
Manuel Rodríguez Cuadros 27-07

Viernes del invierno de 1983, París, fin del día, hora de mi rutina semanal buscando libros en la rue Soufflot. En la mítica librería jurídica A. Pedone, encontré lo inesperado: Mais que font donc ces diplomates entre deux cocktails, de Albert Chambon. Histórico embajador francés que tuvo un papel destacado en la resistencia y que, en el tiempo del general Velasco, fue embajador en Lima.

Un título inquisidor para mí. Al momento, primer secretario en la embajada en Francia y representante del Perú ante el Consejo Intergubernamental de Países Productores de Cobre. De alguna manera, el libro lanzaba la interrogante sobre lo que hacía diariamente, al igual que miles de diplomáticos en el mundo. La lectura fue de inmersión total.

La motivación de Chambon era la de develar ante la opinión pública francesa, pero también ante medios ilustrados como funcionarios del Estado y los propios integrantes del Senado y la Asamblea Nacional, la naturaleza de una profesión rodeada de misterios, prejuicios y estereotipos: la diplomacia.

La actividad diplomática, desde su surgimiento en las antiguas civilizaciones de Egipto, Grecia, el antiguo Perú y la India (el Artha Sastra de Cautilya, escrito en el 364 a. C., es quizás el primer tratado de relaciones internacionales), ha estado rodeada de mitos y leyendas.

El diplomático del Olimpo, en la Grecia clásica, fue Hermes. El arquetipo mitológico del arte de la representación, la palabra precisa, la negociación prudente y la movilidad entre esferas de poder. Tenía la capacidad única de transitar “todos los mundos” y de arreglar entuertos entre los mortales y los dioses. Pero también ejercía la astucia y el engaño benévolo —nunca la trampa—, como ambigüedad necesaria para obtener acuerdos. Homero lo describió como un dios ágil, astuto, ladino y elocuente. No es casual que Hermes sea también la deidad de los comerciantes y los embusteros.

Desde sus orígenes, la diplomacia —un oficio político por excelencia— estuvo vinculada al arte de encontrar soluciones a las divergencias o conflictos, pero también a las formas y rituales inherentes al poder. Desde tiempos antiguos, la figura del diplomático ha cargado con la sospecha de duplicidad. Henry Wotton definía al embajador como “un hombre honesto enviado al extranjero a mentir por el bien de su país”.

El estereotipo incluye también la imagen cortesana y frívola, cultivada en los orígenes de la diplomacia moderna: una actividad íntimamente ligada al poder absoluto de reyes y emperadores. En aquel contexto, el protocolo no era una simple cortesía, sino un medio para afirmar la majestad y los intereses del soberano. Las fórmulas rituales equilibraban agravios y fijaban jerarquías.

Con el Renacimiento y el surgimiento de las legaciones permanentes, la diplomacia evolucionó de misiones episódicas a relaciones institucionalizadas entre cortes. El Estado-nación moderno disipó parte de los estereotipos monárquicos: la figura del soberano fue reemplazada por el pueblo, la nación, el Estado como sujeto de derecho internacional. La soberanía exclusiva e igual de los Estados exigió que el ceremonial dejara de ser mera vanidad cortesana para convertirse en regla jurídica que organiza el trato entre iguales. La igualdad soberana impone que ningún Estado —por poderoso que sea— tenga precedencia sobre otro en el plano jurídico. El protocolo, así, se convirtió del fasto retórico en un sistema de reglas que garantizan la igualdad formal y previenen conflictos de prestigio: orden alfabético, antigüedad en el cargo, fecha de acreditación.

En la vida privada, la etiqueta refleja cortesía y jerarquía. En las relaciones internacionales contemporáneas, el protocolo y el ceremonial diplomático son mecanismos para preservar la igualdad soberana en un sistema descentralizado donde no hay un parlamento mundial ni una autoridad superior. Por esta razón, los diplomáticos operan en escenarios formales e informales que les permiten negociar y gestionar relaciones en ausencia de una estructura de poder centralizada.

El  gran escenario es la embajada, misión o representación oficial en otro Estado. No menos importante y de creación más reciente, son los foros multilaterales: conferencias, organizaciones internacionales. Pero al margen de las reuniones formales, bilaterales o multilaterales, los espacios informales son esenciales: pasillos, hoteles, residencias, cafés… y sí, cócteles. Estos escenarios facilitan consultas discretas, obtención de información no pública, reservada o secreta, y negociaciones más ágiles.Más allá de los espacios informales de acción, entre dos recepciones los diplomáticos desempeñan funciones estructuradas y esenciales.

La primera es la obtención y análisis estructurado de la información que permita construir escenarios para la toma de decisiones. Usan fuentes orales, escritas, confidenciales, reservadas o secretas para hacer diagnósticos —lo más realistas posibles—, prever riesgos y diseñar cursos de acción. Son, en este sentido, analistas políticos, económicos y sociales.

La segunda función es la negociación. Utilizando la información procesada, promueven acuerdos e intereses, inducen políticas, bloquean decisiones adversas, sin excluir el “control de daños”. La negociación supone un hábil y erudito manejo del lenguaje. Los resultados de las negociaciones siempre —sean de suma nula o diversa— se expresan en el lenguaje, oral o escrito, explícito o aún implícito. Es una especialidad técnica, con reglas, principios y métodos propios. La viabilidad de la Carta Democrática Interamericana la obtuve en negociaciones informales en Quebec con el Subsecretario de Estado Adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental de los Estados Unidos y en una cena con el embajador venezolano en la OEA, que permitió conciliar los conceptos de democracia representativa y democracia participativa, y abrió una consulta directa posterior con el presidente Chávez, que finalmente permitió que Venezuela se sume al consenso.

La tercera función del diplomático o diplomática es la representación. Requiere valores éticos y de conducta muy sólidos. En funciones en el extranjero, diplomáticos y diplomáticas tienen la investidura de representar al Estado, a la Nación. Y eso significa que su propia individualidad, como persona, se subsume en la representación nacional que es inherente, no solo a su cargo, sino a su propia vida privada. El diplomático, la diplomática, son funcionarios de Estado.

En el mundo globalizado de la inteligencia artificial, la diplomacia enfrenta desafíos sin precedentes. Las tecnologías digitales han alterado los modos de comunicación, reduciendo los tiempos de reacción y democratizando el acceso a la información. La diplomacia digital ha abierto nuevos espacios de interacción, donde las redes sociales pueden ser tanto instrumento de diplomacia pública como de presión social y contestación política.

Pero, al mismo tiempo, la revolución digital ha reforzado la necesidad de diplomáticos profesionales. La abundancia de información no equivale a comprensión. La rapidez de la comunicación no sustituye la calidad del análisis. La inmediatez de las redes no reemplaza la confianza personal que sustenta las negociaciones duraderas.

En un mundo saturado de información, el diplomático sigue siendo el analista que distingue lo importante de lo accesorio. En un escenario fragmentado y descentralizado, sigue siendo el negociador que construye acuerdos entre intereses diversos. En un contexto de creciente interdependencia, continúa siendo el mediador que gestiona el conflicto y promueve la cooperación. Sigue siendo el péndulo entre la guerra y la paz. Pero no es neutro. Está al servicio de los intereses nacionales de su patria.

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