Si bien la Política Nacional de Cultura al 2030 establece una hoja de ruta para fortalecer la institucionalidad necesaria en materia cultural en el país, partiendo desde los lineamientos, planes de trabajo e instrumentos de gestión con los cuales se debe facilitar el acceso a los derechos culturales, dándole el valor necesario al patrimonio cultural material e inmaterial, el enfoque principal debe estar en los gestores culturales, quienes son los verdaderos actores del cambio. Estos gestores han sido tantas veces menospreciados y rechazados por los gobiernos de turno, y su actividad difícilmente es subvencionada o reconocida.
Más aún, desde el Presupuesto General de la República, en teoría, se asigna al sector cultural apenas el 0.4% del total del presupuesto anual.
Sin embargo, la realidad en las regiones y ciudades es que todo depende de la voluntad política, ya que no existe una asignación fija por ley, como ocurre en el caso de las personas con discapacidad, donde se asigna obligatoriamente, bajo pena, el 1% del presupuesto local.
En la práctica, la cultura pasa a ser un tema menor que queda relegado a los sobrantes o saldos presupuestales. Incluso si se construyen planes provinciales de cultura, es imperioso que desde el Legislativo se ponga en agenda un presupuesto fijo y obligatorio. Esto debe ser una línea base que signifique el inicio de una reivindicación necesaria e históricamente posible.
Si analizamos casos similares relacionados con necesidades primarias, los derechos culturales forman y diversifican toda expresión artística desde la experiencia y el conocimiento. La cultura enriquece y transforma. El trabajo cultural es también una acción que requiere esfuerzo y preparación. Al ser transversal a todas las disciplinas, no puede seguir dependiendo únicamente de buenas voluntades sobre el papel.