Si bien las recientes elecciones para el Parlamento Europeo no han significado una aplastante victoria de la extrema derecha, el avance de esta marea política ha sido tal que ya no se puede decir que se trata solo de un grupo de personajes díscolos. Que ahora tenga cerca del 25% de los escaños habla de qué rostro está adquiriendo la política en el Viejo Continente.
Un rostro hosco frente a la inmigración principalmente, como si ese fuera el peor de los males de este mundo. Allí radica su fuerza y su trauma, aunque hay otros ingredientes en el cóctel de sus miedos, como cierto negacionismo climático y una distancia, a veces hosca, con el crecimiento de los derechos sociales. Es en todos estos terrenos donde se juega un partido político de fondo.
La derecha presuntamente más centrista, la del Partido Popular Europeo que ha vencido en estas elecciones, tiene frente a sí un dilema existencial, un problema casi de identidad. O genera, como en ocasiones anteriores, una alianza con los Socialistas y Demócratas, y con los Liberales, o comienza a coquetear con los extremistas y deja que salga del clóset toda su carga reaccionaria.
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Es su hora crucial. La extrema derecha en Europa trae los peores recuerdos históricos, suele ser vitriólica, y puede aproximar a la región europea a tiempos tenebrosos. Que haya triunfado en Francia y Austria, y que haya salido segunda en Alemania, es algo que tendría que remover conciencias democráticas y marcar distancias, no solo declarativas sino efectivas.
Como ocurrió en el 2002, cuando Jacques Chirac, líder de la centroderecha republicana, llamó a una alianza de todo el arco político contra el ultraderechista Jean-Marie Le Pen, el padre de Marine Le Pen, la hoy victoriosa candidata de Agrupación Nacional. Hoy, el también republicano Eric Ciotti pretende hacer lo contrario, como si la dramática historia europea no dejara lecciones.
*Ramiro Escobar es profesor PUCP