Próximos a celebrar el primero de mayo, resulta pertinente analizar cuál es la situación del empleo en el país, en un escenario de débil crecimiento económico, aumento de la inseguridad y degradación de la representación política nacional.
Existe consenso en considerarla como la principal característica (y problema) del mercado laboral peruano, en tanto sinónimo de precariedad. Pero, aun así, ni para el sector público ni para el privado parece ser una prioridad por resolver.
Los últimos veinte años se ha insistido en replicar fórmulas orientadas a reducir derechos y beneficios sociales para incentivar la inversión, primero, y luego para favorecer la formalización, pero con resultados bastante modestos. Los cuales no cambiarán si no se encaran (de manera seria, planificada y decidida) cuestiones de fondo vinculadas con (i) los límites de la matriz productiva primario exportadora, (ii) una estructura ocupacional heterogénea y desigual y (iii) los bajos niveles de productividad empresarial y laboral, en tanto obstáculos estructurales para la generación de empleo productivo y adecuado.
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La informalidad laboral y el empleo informal suponen no solo la ausencia de contrato de trabajo (en el caso de los asalariados); implican sobre todo la carencia de derechos laborales y seguridad social para los trabajadores y sus familias. Condiciones imprescindibles para progresar y vivir con dignidad, pero que son esquivas para la mayoría de los peruanos. Cuatro de cada diez trabajadores asalariados no tienen vínculo laboral formal y están desprotegidos. Y en el caso de los trabajadores autónomos, la proporción adquiere ribetes dramáticos: nueve de cada diez no cuentan con seguridad ni protección social. Terminan dependiendo de una salud pública desguarnecida y de su buena suerte.
Contrariamente a lo que piensan algunos, los efectos económicos y emocionales de un despido (o de una alta rotación laboral) están lejos de ser “desafiantes” o “retadores” para el trabajador afectado. Por eso, el derecho laboral consideró necesario establecer mecanismos de protección frente al cese arbitrario o injustificado. Pero en el Perú el libre despido está legalizado, convirtiéndose en otro rasgo estructural de nuestra extendida precariedad laboral. El Decreto Legislativo 728 (aprobado en 1991) instituyó hasta nueve tipos de contratación a plazo fijo o determinado. Con ello se dio carta libre para el uso intensivo de esta modalidad, muchas veces de manera inadecuada y desnaturalizada.
El cambio producido en el mercado laboral peruano fue radical. Si a inicios de los años 1990 la proporción entre los contratos indeterminados y los temporales era 4 a 1, a lo largo del presente siglo esta relación se invirtió a favor del contrato temporal, alcanzando a 7 de cada 10 trabajadores formales.
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A esto se suma la institucionalización de la tercerización e intermediación laboral. Sectores donde casi la totalidad de trabajadores tienen contratos a plazo fijo. A pesar de fijarse límites y requisitos restrictivos, el uso de ambos mecanismos se expandió rápidamente y sin mayor control gubernamental. En algunos rubros, como la minería, se contabilizaron niveles de subcontratación hasta del 70% de trabajadores. En las telecomunicaciones y servicios de agua potable osciló entre el 30% y 50%. ¿Qué implicó todo ello? Miles de trabajadores subcontratados excluidos de negociar colectivamente con la empresa principal y participar en la repartición de utilidades.
Con una mayoría laboral al margen de la formalidad, la posibilidad de ejercerlos se debilita profundamente. El concepto mismo está camino a convertirse en una entelequia. La tasa de sindicalización promedio a nivel nacional es de 8%, pero baja a un 5% en el sector privado. Esto significa que apenas 5 de cada 100 trabajadores de empresas privadas están facultados para negociar con sus empleadores; el resto depende de la discrecionalidad de quien lo contrata y del “valor de mercado” de sus competencias y experiencia de trabajo.
Pero incluso los que pueden negociar no la tienen fácil. La actividad gremial es contenida constante e impunemente. El Perú es uno de los países donde se reportan violaciones sistemáticas a la libertad sindical 2. Situación que se explica (i) por la inestabilidad laboral predominante; (ii) por conductas antisindicales para frenar la afiliación y negociación colectiva; y (iii) la incapacidad de la autoridad de trabajo y de la administración de justicia para tutelar oportunamente los derechos laborales y sindicales.
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La conjunción de estas características y tendencias incide sobre la distribución/concentración de los ingresos. Si bien durante el crecimiento económico 2002-2014 el Gini registró un leve repunte (con una subvaloración del ingreso de los percentiles más altos), en términos agregados la participación de las remuneraciones en el PBI pasó de ser 60% en los años ochenta, a representar menos del 30% en el presente siglo. ¿Qué pasó? Pues que se acentuó la concentración del “ingreso de explotación” (ganancias de capital), profundizando la desigualdad económica y social.
Pero las desigualdades son también de género. A pesar de los avances en las últimas décadas, la tasa de participación de los hombres (80%) es significativamente mayor que la de las mujeres (64%), mientras que la desocupación castiga más a las mujeres (5,7%) que a los hombres (3,8%). En ese orden de cosas, el ingreso laboral de los hombres resulta 30% superior –en promedio– al de sus pares mujeres.
En primer lugar, hace falta consensuar una estrategia nacional para la generación de empleos productivos, asalariados y debidamente fiscalizados. Esta puede tomar la forma de un plan nacional de diversificación productiva consistente con las potencialidades geográficas y sociales del país. Poner énfasis en la promoción de la actividad manufacturera, agrícola y de servicios. Y en la importancia estratégica de vincular oferta educativa, innovación tecnológica y modernización organizacional. Fortalecer en simultáneo la autoridad administrativa y la justicia laboral para potenciar la capacidad reguladora y tutelar del Estado.
Homenaje. A todos los trabajadores peruanos y peruanas que se rompen el lomo para asegurar el sustento de sus familias. Y a los que se organizan para defender y exigir sus derechos. A pesar del abandono de un Estado indolente (y de un modelo económico y laboral) que los condena a depender únicamente de su esfuerzo; sin oportunidades, seguridad ni protección social garantizadas plena y universalmente.