Un cambio social importante en las últimas décadas reside en la creciente exigencia, en cada vez más países, de ‘conductas empresariales responsables’, como las denomina la OCDE. Se trata de un discurso global en progresivo ascenso, consistente en la obligación de las empresas de respetar los derechos humanos y ambientales como parte de su gobernanza corporativa. Y si bien existen todavía resistencias de diversa índole, la tendencia es a la adopción de regulaciones más estrictas para prevenir, reducir y mitigar los impactos negativos de las industrias. En Perú, desastres como el de Repsol (derrame de 11.000 barriles de petróleo en el litoral de Lima) o la muerte de dos trabajadores electrocutados en un local de McDonald’s forman parte de un extenso repertorio de casos que evidencian una marcada laxitud en la acción del Estado —pero también de las empresas— en materia de derechos humanos y debida diligencia.
Por hechos como estos, el Consejo de Derechos Humanos de NNUU discute, desde el 2013, la aprobación de un Tratado Internacional sobre Empresas y Derechos Humanos (TIEDH). Sostiene el Consejo que en tiempos de globalización económica y libre comercio, la responsabilidad de las empresas no se limita al impacto de sus operaciones en un territorio dado, sino que esta puede abarcar diversos países a lo largo de la cadena de valor. Esta constatación justificaría la aprobación de una regulación supranacional que extienda el acceso a la justicia más allá de las fronteras nacionales. Como sucede actualmente con las responsabilidades extraterritoriales de los Estados en materia de derechos humanos.
Que no se haya aprobado aún el TIEDH responde a la oposición de algunos Gobiernos y la presión de agentes económicos transnacionales. No obstante, algunos Estados han avanzado en la regulación extraterritorial de sus inversiones. En los últimos años, Alemania, Francia, Noruega y Países Bajos incorporaron normas de debida diligencia en sus legislaciones internas, en la lógica de prevenir (y penalizar) las malas prácticas laborales o ambientales. El frenazo que sufrió la aprobación de la Directiva Europea de Debida Diligencia (tensiones políticas internas en Alemania y otros países) no hace sino retrasar un proceso que lleva tiempo madurando y cuenta con el respaldo de varios Gobiernos, organizaciones de sociedad civil, sindicatos e incluso empresas.
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Es un concepto difundido por NNUU en sus Principios rectores sobre empresas y derechos humanos (2011), como parte de una reflexión académica sobre los nuevos modelos de gobernanza empresarial. En concreto, los PREDH promueven la incorporación de tres ejes en los sistemas de gestión empresarial: ‘prevenir’, ‘proteger’ y ‘remediar’ los impactos sobre los derechos humanos. Acciones que, en el marco del derecho internacional, adquieren la condición de ‘deber’ y ‘responsabilidad’ en el caso de los Estados y de las empresas públicas y privadas.
¿Y qué implican estos principios? Para comenzar, representan una pauta sobre cómo los Estados y las empresas pueden enfocar su relación con la sociedad y la naturaleza. Y en ese contexto, la debida diligencia constituye un instrumento para hacer efectivos los derechos humanos en el ámbito empresarial (es un medio y no un fin). La obligación de respetar los derechos humanos se facilita y potencia con la implementación adecuada de esta herramienta.
Parte de las reservas a este nuevo enfoque responde al clásico dilema de qué le aporta al negocio. Desde un punto de vista pragmático convencional, la práctica de la debida diligencia favorece el ingreso a mercados donde el cumplimiento de estándares sociales y ambientales constituye un criterio fundamental para accionistas y consumidores. Contribuye a evitar sanciones administrativas o penales por vulnerar derechos en países con regulaciones vinculantes. O a preservar una reputación incólume en tiempos de internet y redes sociales. Finalmente, la debida diligencia puede reducir las probabilidades de conflicto y potenciar motivacionalmente a la organización.
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El Perú cuenta desde el 2021 con un Plan Nacional de Acción sobre Empresas y Derechos Humanos. Este surge en atención de las recomendaciones dirigidas al Gobierno peruano por el Grupo de Trabajo de NNUU sobre EDH el 2018, reforzadas por la OCDE en su Estudio sobre políticas públicas y conducta empresarial responsable (2020). La aprobación del PNAEDH concitó la atención internacional por fundarse en un proceso de diálogo multiactor inédito en el medio y la región. Estado, empresas, sindicatos, sociedad civil y pueblos indígenas discutieron activamente el enfoque y alcance del PNAEDH, resultando un instrumento que siendo moderado en sus objetivos constituye un avance institucional importante.
Como es común, procesos como el descrito enfrentan enormes desafíos. Por un lado, la inacción del aparato estatal demora la implementación de políticas que no son prioritarias para los Gobiernos de turno. De acuerdo con un informe reciente, a los dos años de vigencia del PNAEDH, el nivel de incumplimiento de los objetivos estratégicos es alto (57%), siendo que 20% ha sido cumplido parcialmente y un 13% se encuentra en proceso .
Por otro lado, sectores del empresariado ven con recelo la debida diligencia porque la asocian con una ‘sobrerregulación’ que restaría competitividad a sus negocios. Presunción que ciertamente no se condice con los paradigmas actuales de la economía internacional. Los mercados desarrollados premian las buenas prácticas y castigan los abusos empresariales, con parámetros cada vez más definidos y verificables. Lo que acá llaman ‘sobrecostos’ en las empresas modernas lo entienden como una inversión razonable con retorno económico y reputacional.
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Los altos niveles de informalidad también son aludidos como una dificultad, y la formalización como la primera prioridad del Estado. Sin embargo, la implementación de la debida diligencia a lo largo de la cadena de valor (desde la casa matriz a todos los proveedores, incluidas las pymes) estaría en condiciones de reducir la informalidad al mejorar los estándares de producción y laborales.
El mayor reto está en los niveles de participación de los grupos de interés en la implementación de la debida diligencia. Sin el concurso de los titulares de derechos desde la etapa de diseño, identificación de riesgos, planificación de la prevención y remediación, los esfuerzos desplegados carecerán de legitimidad, compromiso y sostenibilidad en el tiempo. Su éxito depende de ello.
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