Un espacio de tierra no te hace ciudadano. Son los vínculos, la convivencia, los recuerdos, el pasado, el presente, las memorias, la familia que dejaste, la que construiste, lo que ganaste y perdiste. Ese aire único que te abraza y te hace sentir en casa. La camiseta que llevas tatuada debajo de la piel con los símbolos del país que un día fue y que sueñas con ver renacer. Un compromiso que te recuerda –todas las mañanas– que aún hay mucho por hacer. La verdadera identidad no llega envuelta en un documento. El sentido de pertenencia es el resultado de la incondicionalidad de un amor que jamás darás por perdido. Me llamo Juliana, pero también me llamo Perú.
Conocí al que hoy es mi país cuando tenía cuatro años. A los ocho, según registros fílmicos que alguna tía me enseñó tiempo más tarde, ya sabía que quería ser periodista. Eran momentos de hiperinflación, dólar MUC, pan popular y leche Enci. Tiempos también de terrorismo, violencia y miedo. Mucho miedo. Luego vendría la recuperación de una economía devastada, un nuevo halo de esperanza que se esfumó cuando se empezó a engendrar la corrupción. Los ladrillos y el cemento cayeron con los mismos vientos con los que se develaban nuevos y más muertos. Un golpe de Estado destruyó hasta el espejismo de lo que una vez fue una democracia. Sobrevivimos. Confiamos y nos volvimos a levantar. Otra vez nos tiraron la dignidad al piso e hicieron de nuestros sueños una utopía.
A pesar de todo, nos pusimos de pie. Creíamos que nos habíamos reinventado, que nada quedaría de aquellos monstruos del pasado. Nos volvimos a equivocar. La historia regresó, una vez más, protagonizada por diferentes actores, pero todos (o casi todos) con ese mal contagioso que no entiende de principios, de decencia, de libertad y que hoy –después de haber sobrevivido a tanto en tan poco tiempo– nos ataca violentamente y se burla de nosotros.
¿Hasta cuándo? Me pregunto, mientras acompaño a mi hija al colegio esperando que no llegue el día en que, al igual que el veinte por ciento de jóvenes peruanos, me diga que no quiere quedarse en el país. Que aquí no hay futuro. Que aquí hasta nos roban el presente.
¿Por qué? Me repito hasta el cansancio como si fuera la estrofa favorita de un himno que canto, al igual que ustedes, con el pecho todavía inflado de orgullo y mirando al frente de manera desafiante. Como una combatiente envalentonada que sabe que, aunque nos hayan ganado todas las batallas, la guerra todavía no se ha perdido.
¿Vale la pena seguir luchando? Me cuestiono, desde la pequeña trinchera que he construido para seguir hablando, informando, opinando. Desde ese refugio donde me he hecho la idea que, aunque me apaguen la luz o llegue algún pestilente, seguiré levantando la voz sin importar cuántos me puedan escuchar. Con la ilusión todavía viva de que mi libertad, nuestra libertad, aún es una realidad y no una fantasía.
A veces pienso que sería mucho más feliz si hubiese nacido con el don de no ver lo que duele. No oler lo que intoxica. No hablar de lo que otros pueden criticar. Tener la capacidad de armar maletas y migrar hasta encontrar el que podría ser el lugar ideal para acampar.
Hace algunos días desempolvé una de mis obras favoritas y me pregunté: ¿qué habría escrito con toda esta coyuntura Victor Hugo si estuviera vivo y no en Francia sino en Perú? Sospecho tristemente que Los miserables sería un título demasiado corto, y de pronto hasta bondadoso, frente a los malditos que están haciendo de este país (tu país y el mío) una feria de intercambios indecentes con tal de no pagar por sus delitos.
En el Perú, basta y sobra informarse bien apenas una semana para entender que sin darnos cuenta nos están dejando sin patria. La polarización y el fanatismo nos han llevado al extremo donde hemos normalizado que, por pensar diferente, alguien más puede acosarte en plena calle y lanzarte dardos de caca. Que a un funcionario lo pueden golpear saliendo de su oficina –y hasta en su club privado– por hacer su trabajo. Bien o mal, pero finalmente su trabajo.
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Nos están hipnotizando con noticias policiales, mientras el organismo encargado de velar por una Constitución que representa los hitos de esa democracia que tanto nos costó recuperar, no solo la atropella sino que pretende convencernos de que no existen heridos. No hay sangre en la pista, nos dicen. El Tribunal Constitucional ha pasado por encima del Poder Judicial y le ha devuelto al Congreso las cabezas de dos magistrados degollados por defender la institucionalidad. Ese mismo día se reveló la existencia del testimonio de un aspirante a colaborador eficaz que cuenta lo que pudo haber sido un intercambio de favores entre la suspendida fiscal Patricia Benavides y el mismísimo presidente del TC para evitar que se le investigue, pero seguimos enganchados a la novela de amores y desamores de Tinelli y Milett.
¿En qué momento nos perdimos? Dejo abierta la pregunta por si alguien más tiene la respuesta. Ahora mismo solo sé que tenemos un Parlamento tan podrido como cómplice de ese Gobierno donde su máxima representante, la presidenta Dina Boluarte, se atreve a llamar odiadores a los que a duras penas mantenemos la capacidad de indignarnos frente a todas esas mentiras que pretende que olvidemos –mientras aprovecha para mostrar frente a cámaras– sus muñecas ahora vacías de relojes lujosos y pulseras “prestadas”.
Con los mal llamados “Niños”, “Mochasueldos” y otras especies, sigue (también) sin pasar nada. La impunidad es parte del día a día y pareciera que nos genera más dolor el sufrimiento de la esposa de algún farandulero mujeriego puesto al descubierto, que saber que quienes comen de nuestro sudor, convierten su poder en escudos protectores para seguir sin responder a la justicia.
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Hace apenas dos días, le contaba a una buena amiga de la transcripción de un audio (donde se entiende que sería la congresista Magaly Ruiz y su hijo) quienes conversan para buscar la manera de librarse de un eventual castigo por haber contratado a su nuera para que trabaje en su despacho, y luego recortarle hasta el aguinaldo, y me decía asombrada que “de eso, no se había enterado”. He llegado a pensar que hay quienes han optado por vivir en un mundo paralelo con tal de no saber más de lo que creen que es parte de un ADN al que no se puede renunciar.
Admito que más de una vez he creído que quizás el problema no sean los hampones de saco y corbata que todos los días nos ganan territorio con sus fechorías, sino quienes se han resignado a dejarse robar con tal de mantenerse vivos.
Hay cosas que a estas alturas no entiendo pero tampoco juzgo. Imposible hacerlo en un país donde ocho de cada diez ciudadanos no sabe si llegará con la panza llena a fin de mes y donde ahora mismo, mientras escribo, hay miles de mamás desesperadas por conseguir algunas monedas que les permitan comprar un balón de gas para poder calentarle el almuerzo de ayer a sus hijos. Les mentiría si les dijera que conozco el final de esta tragedia. Lo único que tengo es tanta información como sospechas. Eso y la intacta convicción de que, aun sin poder hacer mucho para cambiar el rumbo de esta historia, soy y seré una tonta y eterna romántica que cree que quizás el amor pueda transformar el camino de lo que parece inevitable. Por lo menos eso quiero pensar y sentir. Porque yo también me llamo Perú.