Todo proyecto o partido que busque llegar al poder para cambiar la actual situación política tiene que asumir que entre los votantes prima, en lo institucional, una cultura política plebiscitaria y laxa donde lo que predomina es el resultado y el beneficio inmediato. Los estudios del Barómetro de las Américas (Lapop) abundan en datos sobre esto.
Una referencia más cualitativa se tiene en la entrevista que La República hizo a Lincoln Onofre, publicada el miércoles pasado, para entender cómo así Oscorima fue, una vez más, reelegido como gobernador en Ayacucho. Algo que se repite en muchas regiones. Esto ocurre no solo con la demanda política, la oferta política está cada vez más vinculada a grupos ilegales y delincuenciales. Los partidos no ejercen filtro alguno, más bien, son cómplices. Si años atrás era usual ver a congresistas haciendo lobby para empresas grandes o grupos económicos, ahora esa “representación” se ha fragmentado y el poder económico que se ha ido gestando en los diversos sectores de la economía ilegal tiene una fuerte presencia en las instituciones políticas regionales y nacionales. A semejanza de lo que ocurre en la economía, se ha expandido una cultura política donde el uso de la ley es absolutamente discrecional. Ya era complicado, ahora es grave.
Desde el informe del 2022 en adelante, la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist (EIU, por sus siglas en inglés) describe a Perú como un régimen híbrido (no una democracia híbrida, sino como un régimen híbrido). En dicho estudio, el área donde se tiene más bajo puntaje es el de cultura política. Para hacerse una idea del deficiente nivel existente en este indicador, en el ranking general del informe del 2023 (que toma en cuenta cinco diferentes indicadores), Perú ocupa el lugar 77 de 167 países evaluados. Eso ya es preocupante. Pero si se hiciese un ranking de países solo tomando en cuenta el indicador de cultura política, estaríamos en el puesto 152 (de 167). Bien abajo en la tabla.
Porque hay otro indicador, en el que estamos relativamente bien, el de procesos electorales y pluralismo, donde se evalúa la calidad del proceso electoral y otros aspectos vinculados. En la evaluación del 2023 tenemos 8,75 sobre 10 puntos posibles en ese aspecto. Nada mal. Si se revisan los informes del 2018 a la fecha, el indicador de procesos electorales siempre ha sido el mejor puntuado, hasta el momento. Ahora que el Congreso anda presuroso por coaccionar a las instancias electorales, habrá que ver cómo termina esa cifra en la próxima evaluación. Ya sabemos que a varios de los grupos políticos en el Congreso les importa poco qué piense la ciudadanía, The Economist o cualquiera otra entidad. Pero si queremos un país viable para todos, sí son cosas para tomar en cuenta, comprender y actuar en consecuencia.
Nada tiene que ver con la erudición. La cultura política se refiere a los valores, actitudes y patrones de conducta relacionados con los diferentes procesos políticos existentes en una sociedad, en particular las actitudes, valores y comportamientos con relación al poder. El poder dentro de cualquier tipo de institución social, como podría ser un club deportivo, una hermandad, un club departamental, pero en particular dentro de todas aquellas vinculadas a la política, tales como el poder en la misma sociedad, así como las actitudes y hábitos sobre la gestión del poder en un municipio, un Gobierno regional, el Parlamento, la Presidencia, etc. Cuando se habla de cultura política, se toma en cuenta cómo el ciudadano se ubica respecto a sí mismo y su capacidad o posibilidad de influir en las decisiones de alguna institución, pero también se puede tomar en cuenta la forma en que un determinado funcionario o actor político como, por ejemplo, un congresista, un ministro o un presidente se relaciona con el poder que se le otorga durante un tiempo.
El estudio de The Economist evalúa, principalmente, la cultura política ciudadana, donde ya señalamos lo grave de la situación. La mayoría de los datos los obtiene de la Encuesta Mundial de Valores, que es un proyecto que se desarrolla desde 1981. Aplica una encuesta sobre el tema en casi 100 países. Se pregunta, por ejemplo, si la población desea un líder fuerte que pase por alto al Congreso y las elecciones, si cree que las democracias no son buenas para mantener el orden público o si se piensa que la democracia beneficia el desempeño económico. Este y otros estudios dan cuenta de una cultura donde los patrones conservadores y plebiscitarios, sin ser los únicos, son los que predominan en el país.
Respetar la ley, solo si sirve a nuestros intereses, es algo que está muy expandido. La precariedad democrática, que señala Eduardo Dargent, abunda no solo en diversos actores políticos, sino que también está presente entre la población. No por gusto una encuesta del IEP de hace meses recogía la opinión ciudadana de que los dos mejores presidentes en la historia del Perú habían sido Alberto Fujimori y Juan Velasco Alvarado.
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Lo que no tenemos es un estudio equivalente que asigne un puntaje a la cultura política de los actores políticos. Hay diversos e importantes trabajos que analizan la cultura política de las élites desde la historia, la ciencia política o la sociología, pero a veces uno quisiera contar con un indicador de cómo ha evolucionado la cultura política de los que hacen política y ejercen el poder.
¿Qué puntaje podría recibir el comportamiento de los congresistas afanados en incluir entre sus prerrogativas las del juicio político a quienes tienen que decidir sobre las contiendas electorales? ¿El puntaje de esas iniciativas sería igual, mejor o peor al que se le podría haber adjudicado en los noventa? ¿Cuál sería la calificación de la presidenta luego de escuchar sus pretensiones de asumir el rol de madre de todos los peruanos? ¿Mejor o peor que Vizcarra haciendo de papá lo sabe todo durante sus prolongados mensajes a la nación durante el Covid-19?
Lo de Darwin Espinoza es un síntoma más de políticos que, entre sus diversos objetivos, está ahorrarse los 250 soles que le hubiera costado comprarse los diez millares de papeles. No solo es corrupción, es una cultura política extendida en muchos partidos y participantes en la política donde “eso” es normal, “todos lo hacen, por qué no yo”. Se mueven en una burbuja donde la denuncia solo se ve como el ataque de los enemigos.
El psicólogo social Serge Moscovici acuñó el concepto de “minorías activas” para dar cuenta de la capacidad de una minoría para influir en la percepción y el comportamiento de la población. Son grupos que tienen que desafiar el statu quo y proponer nuevas ideas o formas de entender la forma de hacer política y gestionar el poder, una diferente cultura política.