Un rasgo de este tiempo es que los debates sobre los asuntos del país van por extremos estridentes que no se mezclan con discursos de otros gurúes e impiden oír a otras tribunas por temor a que eso se vea como debilidad, pero, principalmente, porque eso hoy no gusta a la gente.
Lo que a la gente le gusta hoy, como diría el gran Pocho Rospigliosi, es la sentencia tajante e indubitable dicha con destemplanza y sin espacio para la posibilidad de oír algo que pueda discrepar, para no correr el riesgo del contagio de ideas del otro catecismo, o que tu barra brava te acuse de travesti.
Hace poco, The Economist dedicó una serie de artículos al ‘arte de conversar’ que, como resume Malcolm Forbes, “está en escuchar”. Pero hoy en el Perú eso no anda de moda, nadie quiere oír, solo hablar y gritar, especialmente las figuras lucidas —no lúcidas— del debate, citándose a sí mismas —yo-ya-lo-dije—, y mintiendo si eso ayuda.
Eso reclama la collera que respalda a su gurú del foro, al que se le exige radicalidad, estridencia y seguridad, y este responde con radicalidad, estridencia y seguridad para ganar más hinchada y para no perder la que ya atesora.
Las redes lo refuerzan, aunque arriesgo la hipótesis de que la mayor parte de la gente está hoy en algún lugar entre los extremos, que hay más interesados en el Perú que los que están con Verónika Mendoza o Patricia Chirinos, Vladimir Cerrón o Rafael López Aliaga, y las Rosangellas o las Sigrids. Pero el discurso que busca consensos es condenado, como medias tintas y tibieza. Entonces, ‘triunfa’ el costado radical.
Conversar es más agradable que escuelear, y más práctico para identificar rutas distintas que ayuden a ver el mismo problema antiguo. “Si el hecho no se ajusta a la teoría, abandone la teoría”, decía Agatha Christie, pero hoy solo se quiere ganar debates y seguidores e imponer ideas, sin construir consensos, pues eso se ve como duda y debilidad.
Hasta en el periodismo, donde la vocación de dudar hasta de lo que se da por cierto está en la esencia del oficio, esto es cada vez más infrecuente, olvidando, como decía Jorge Luis Borges, que “la duda es uno de los nombres de la inteligencia”. Esta columna reconoce su sospecha y duda crecientes, además de aburrimiento, del que nunca duda.