En la política peruana ya casi no quedan posiciones de poder que no hayan ejercido, al menos una vez, las mujeres. Los últimos puestos que no habíamos ocupado eran el de ministra de defensa y el de presidenta de la república, y estas ausencias fueron cubiertas en 2020 y 2022, respectivamente. Además, el actual parlamento cuenta con 49 congresistas, el número más alto desde que en 1956 las mujeres lograran el derecho a voto.
Sin embargo, como señalé el año pasado en estas mismas fechas, “es importante recordar que la participación política y la representación política de las mujeres no significan exactamente lo mismo. Contar con más mujeres en la escena pública —dimensión descriptiva de la representación— no tiene como correlato automático que las agendas e intereses de las mujeres sean representados por estas personas, a esto segundo es a lo que denominamos representación sustantiva”.
En este año, la cercanía del 8 de marzo, fecha en que conmemoramos el Día de la Mujer, me permite hacer algunas reflexiones sobre el rol de liderazgo político de las mujeres.
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Reiteremos, pues, que ser mujer no garantiza que vayas a ejercer una representación política sustantiva de la problemática de las mujeres. De hecho, ni siquiera significa que te interese representar de alguna forma a las mujeres.
Pero, además de ejercer representación desde el liderazgo político, podemos considerar las formas y actitudes en que este liderazgo se ejerce, y que va más allá de los cargos públicos electos hasta abarcar distintas esferas de liderazgo y participación.
Una de las consecuencias de la integración de las mujeres a contextos de liderazgo político tradicional (partidos, sindicatos, cargos de representación estatal, etc.) ha sido que, al ser estas estructuras sociopolíticas “creadas por los varones conforme a sus propias características y necesidades” (Samara de las Heras, 2009), se ha promovido por mucho tiempo que, más que feminizar el liderazgo, se diera una “masculinización de la mujer líder”.
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Y es que distintas investigaciones —entre las que se encuentra la de las psicólogas políticas María Isabel Cuadrado y Francisco Morales— han demostrado que las cualidades que solemos asociar con el liderazgo son más frecuentemente un listado de rasgos estereotípicamente masculinos: ambición, fortaleza, racionalidad, capacidad de decisión y acción, entre otras. Esas cualidades son opuestas a las típicamente adjudicadas al estereotipo femenino (afectividad, compasión, cariño o sensibilidad), que casi nunca se indican en las definiciones del liderazgo. En otras palabras, según los guiones sociales, el buen líder es hombre.
Los estudios de Morales y Cuadrado, además, indican que estos estereotipos suelen encontrarse más exacerbados en el ámbito del liderazgo político, por lo que la consolidación de un liderazgo femenino igualitario se hace más difícil en este ámbito.
Así, como diría la especialista en liderazgo y comunicación política Patrycia Centeno (de la que me declaro seguidora absoluta), “el mensaje que nos llega permanentemente y por todos los canales es que, si queremos los mismos derechos y resultar creíbles como líderes, las mujeres no solo debemos masculinizarnos, sino que debemos desfeminizarnos”. Ello alcanza en general a las mujeres que decidieron vincularse a aquellas profesiones u oficios asociados tradicionalmente al género masculino, incluida la acción política.
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Estas barreras son aún más complejas cuando las sumamos a factores estructurales como la pobreza, la racialización y la discriminación de género y sexual. Incluso en los espacios pretendidamente más inclusivos, incluso en los espacios de mujeres, es posible encontrar actitudes que pueden ser consideradas barreras para las trayectorias de valiosas mujeres.
Esto no significa en forma alguna un alegato a favor de un liderazgo femenino marcado por los estereotipos respecto de las mujeres y sus roles “naturales”. Tampoco de dar palmas cuando las líderes políticas se predisponen a vincularse con las personas mediante roles maternales, a propósito de aquella que se declaró “madre de todos los peruanos” a pesar de matar sin miramiento a 50 de sus supuestos hijos.
Y es que estos estereotipos dan lugar a que, por un lado, se considere que las mujeres, a priori, no están capacitadas para el liderazgo (porque no tienen las características necesarias), o que, cuando una mujer es una líder eficaz, se le desapruebe personal y socialmente al no corresponder su comportamiento con lo esperable “prescriptivamente” del género femenino, favoreciendo precisamente a que cuando las mujeres buscan el ascenso en cargos de liderazgo terminen considerando necesario asumir características “masculinizadas”.
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Es necesario por ello hablar de la posibilidad de otro tipo de ejercicio de la política y del liderazgo desde las mujeres. A esto es a lo que Patrycia Centeno ha denominado “poderío”.
“Yo no ordeno y mando. No lo voy a hacer jamás”, señaló en su día Yolanda Díaz, actual vicepresidenta de Gobierno de España y líder de la organización política Sumar en dicho país. “Sé fuerte, sé amable”, solía repetir Jacinda Ardern, ex primera ministra de Nueva Zelanda y responsable de gobernar y cuidar de este país durante toda la pandemia. La idea del poderío como aporte de las mujeres al liderazgo político busca asumir las características asociadas a lo “femenino” no como una debilidad sino como un aporte a una nueva y distinta forma de hacer política, que es posible de poner en práctica por las mujeres, pero también por los hombres.
Se trata, pues, de una forma de liderazgo que “a diferencia del macho alfa no busca imponerse ni enfrentarse al otro mediante el miedo”, sino priorizar rasgos como la serenidad, la escucha, el trabajo colectivo, la empatía y la ternura. Sí, la ternura.
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Y para ello es imprescindible reformular la visión que tenemos del poder, pues el liderazgo femenino no pretende seguir el modelo de poder heteropatriarcal de confrontación, sino buscar un poder que aporte en mejor forma a los ideales de democracia. Centeno dirá, pues, que “el liderazgo femenino no persigue ejercer poder sobre otro u otros, sino beneficiarse del poder personal para generar un poder social sano”.
En un contexto nacional de permanente crispación, en el que la confrontación y el debate han quedado de lado dando preponderancia al aplastamiento del enemigo, la humillación y la guerra, quizás podamos reivindicar el poderío y tomar de este algunas de las lecciones para empezar a pensar en miradas al futuro que nos resulten más esperanzadoras y que, desde la cercanía, mire de nuevo hacia la ciudadanía, oiga con empatía, busque el bien colectivo antes que el éxito individual. Quizás podamos defender la ternura y la belleza como valores políticos, en medio de tanto oprobio, rabia e impotencia.