El conocimiento histórico no es un diálogo con los muertos, tampoco se limita a evitar repetir los errores del pasado, con toda seguridad, su principal función es explicar la naturaleza y fundamentos esenciales de fenómenos contemporáneos. Interesa explicar la actual crisis de representación, la profunda fragmentación ideológica de los partidos políticos y la recurrente inestabilidad institucional de la República. No reír ni llorar, sino explicar y enmendar. A veces, suele ocurrir que las ideas y la cultura pueden ser cárceles mentales de larga duración.
La ausencia de una elite social y económica que conduzca la independencia y la fundación de la república hizo necesaria la presencia de ejércitos republicanos de todo el continente. San Martín y Bolívar encarnan el predominio de figuras extranjeras, en consecuencia, los actores peruanos estuvieron desplazados en la titularidad de la guerra y la formación del naciente Estado republicano.
La historia posterior fue un periodo de guerras civiles intermitentes en todo el territorio, la aparición de caudillos militares, liderazgos locales, con la consiguiente anarquía que se impregnaba en el proceso político y social en curso. Imposible hallar o establecer un centro político que regule aquel panorama, en el que predominaba la violencia simbólica y militar. La norma era la confrontación y la eliminación del oponente. No había adversarios, sino enemigos. Justamente, eran esos militares peruanos que no habían sido los grandes protagonistas de la independencia, ahora se enfrentaban para acceder al poder y al control del precario Estado, que entonces era considerado como botín de guerra.
Una sociedad profundamente militarizada, con bandas armadas que recorrían una y otra vez las regiones, asolaban pueblos y localidades. Eran las milicias de guerrillas y montoneras que habían tenido como escuela de aprendizaje la guerra por la independencia precisamente, y luego serían las que proveían de tropas a los caudillos. Los golpes de Estado, las conspiraciones y rebeliones contra el orden constitucional eran recurrentes. No basta sino una revisión superficial de la prensa de la época para conocer aquel panorama aparentemente sombrío, y que, paradójicamente, convivía con la normatividad constitucional de cuño liberal. Por lo tanto, las elecciones seguían su curso. ¡Entre 1823 y 1867 se promulgaron siete Constituciones! Todo un récord en la historia constitucional del continente, y que da cuenta de la profunda y estructural inestabilidad institucional republicana.
La figura del caudillo y el predominio del militarismo, aun con ser común a todo el continente, en el país tuvieron rasgos bastante definidos. Todos, sin excepción, habían participado de la guerra por la independencia. Era el mayor mérito que podían exhibir. Por ello, su funcionalidad estaba anclada en una sociedad secularmente militarizada y en la que la violencia era considerada como legítima. Pese a que eran personajes carismáticos, arrastraban tras de sí lealtades frágiles que podían trastocarse según la correlación de fuerzas existente. Conocer la enrevesada geografía peruana era una de sus fortalezas para estar en el momento y lugar precisos. La dispersión retórica e ideológica era la norma, y en ello ocupaban a sus asesores civiles. La mayoría de ellos juristas, clérigos y periodistas. El teatro, la plaza pública y los periódicos eran los espacios privilegiados para ventilar conflictos o proyectar aspiraciones de poder.
Predominaba el sistema electoral indirecto, y eran los colegios electorales los encargados de definir la representación nacional en los congresos, y estos a su vez se encargaban de la designación presidencial, en un complejísimo sistema de alianzas y reacomodos, en los que participaban actores políticos, sociales, locales y regionales. Pero las elecciones, la experiencia misma del sufragio, eran una explosiva mezcla de rituales cívicos y violencia física, animadas por pisco, chicha, butifarras y pólvora. Desde la organización de las listas, la instalación de las mesas y el papel de los capituleros, una suerte de facilitadores como también reclutadores de voluntades y de votos (algo así como los actuales operadores). El calendario electoral era sinónimo de fiesta, de oportunidades laborales, de corrupción, manipulación, como también de consensos.
El derecho al sufragio y la ciudadanía política era de carácter censitario y estaba extendido a las mayorías sociales, en un país mayoritariamente analfabeto, mestizo e indígena y con muy serias limitaciones en la educación pública. Era el mandato del régimen popular y representativo que todas las constituciones liberarles invocaban. Lo revelador era que existía una suerte de hipoteca andina, puesto que eran las regiones del centro y sur andino las que contaban con el mayor índice poblacional, por lo tanto, las que definían la gobernabilidad. No sería sino hasta las primeras décadas del siglo XX que Lima se convertiría en el núcleo del poder electoral. Una democracia tropical para citar a Basadre.
La soberanía territorial que los textos constitucionales y el Estado reclamaban eran en realidad una aspiración a cumplirse antes que una realidad administrativa. Por ello, una de las principales vías para afianzarse en el poder, una vez que se accedía a la presidencia, era la cuidadosa elección del prefecto en cada departamento, bajo delicadas consideraciones que incluían una gran cuota de poder a los poderes regionales. Administrar recursos, recaudar impuestos y, lo más importante, la conformación de fuerza armada o de guardias nacionales, que era la garantía del gobierno de turno. Pese a todo ello, en el siglo XIX, se produjeron hasta cuatro guerras civiles de dimensión nacional: 1834, 1854-55, 1865-67 y 1894-95, y un sinnúmero de motines, rebeliones y conspiraciones armadas. En realidad, tal escenario era casi común a todo el continente, y el Perú no era la excepción. Con la caída del orden colonial que había durado cerca de tres siglos, se asistía a la lenta reconfiguración de instituciones, y lo más difícil y complejo, el establecimiento y articulación de intereses a escala nacional. Y en ello estamos, hasta ahora.
Con el advenimiento de la riqueza estatal, efecto de los fabulosos ingresos provenientes de la explotación y venta del guano de isla, el Estado republicano pudo modernizarse en algunas áreas de la administración pública. Por primera vez se elaboró un presupuesto público, la creación de una oficina de estadística, expandir la educación pública y recursos para la formación de la burocracia estatal. Sin embargo, interesa hacer notar la expansión de la esfera de opinión pública y de los debates teóricos de orden constitucional. Destacan las figuras de B. Herrera, B. Laso, los hermanos Gálvez, F. García Calderón, J. S. Tejeda, entre muchos otros más. La polémica entre liberales y conservadores fue el primer gran debate teórico-político de la república, y la Revista de Lima, una de las primeras publicaciones de la elite republicana.
Todo aquel mundo tumultuoso y propio de una república adolescente, de un país multiétnico, mayoritariamente rural, que aún cargaba sobre sus hombros valores sociales premodernos que ciertamente ya convivían con la modernidad cultural, y el ascenso del individualismo, vino a ser trastocado por dos procesos y acontecimientos de carácter estructural que serían las pautas de la posterior historia de la república. La guerra del Pacífico (1879-1883) y la gran reforma electoral de 1895. Sobre ello trataremos en la próxima entrega.