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Opinión

Querían el fascismo y lo tuvieron, por Jorge Bruce

“La dictadura congresal que se está pretendiendo imponer en nuestro país es una barahúnda de apetitos y corrupción, sin otro norte que desaparecer la democracia mediante la cancelación de la separación de poderes”.

larepublica.pe
BRUCE

La espléndida frase que titula esta nota es de Oleg Orlov, un disidente ruso de 70 años que acaba de ser condenado a dos años y medio de prisión. En primera instancia, tal como lo relata Benoit Vitkine, corresponsal del diario Le Monde en Moscú, fue condenado a pagar una multa de 150.000 rublos (16.200 dólares) por haber “desacreditado al ejército”, al protestar contra la invasión de Ucrania. Lo hizo mediante un artículo publicado en el blog de la organización Memorial, de la cual es uno de los fundadores, cuyo título es el antes citado. Pero Orlov, no conforme con haber demostrado la falsedad y el nivel grotesco de las acusaciones que se le imputaban durante la primera instancia, apeló la sentencia.

Durante ese segundo juicio, en vez de defenderse, se dedicó a leer en el tribunal la novela El proceso de Kafka. Oportuno homenaje al escritor checo, quien desmontó el absurdo y los abusos de las tiranías hasta dejarlas desnudas en su ridiculez y violencia. El motivo por el cual optó por no defenderse fue el de no poner en riesgo a las personalidades que habrían intervenido en favor suyo. Fue condenado por “enemistad ideológica hacia los valores patrióticos, espirituales y morales de Rusia” y por “odio contra un grupo social”, es decir los militares. Antes de que lo llevaran a la cárcel, Orlov alcanzó a decir: “Este veredicto demuestra que mi artículo es perfectamente justo”.

He citado extensamente el texto de Vitkine para Le Monde por su evidente parentesco con la persecución de la que son objeto periodistas y líderes de opinión en nuestro país. Todavía los jueces se ven obligados, así sea tras audiencias que se prolongan durante años estériles y a regañadientes, a fallar conforme a la Constitución y la libertad de expresión, como en los casos de Christopher Acosta, Pedro Salinas o Paola Ugaz. Cierto, esos fallos llegaron muy tarde y en algunos casos como también lo sabe Daniel Yovera, la pesadilla nunca termina. Pero todavía existe (¿existía?) la fundada expectativa de hacer prevalecer el derecho y la razón.

Si bien aún no hemos llegado a esos extremos de sometimiento del poder judicial, como lo hacen las dictaduras de todo pelaje, la arremetida contra la Junta Nacional de Justicia tiene, a todas luces, ese objetivo. De un solo zarpazo, los congresistas van a poder controlar tanto los organismos electorales como el sistema de justicia. Con lo cual, automáticamente, dicha justicia, por engorrosa y precaria que sea, se desvanecerá. Salvando las distancias, mientras que Samuel Abad defendía a la JNJ en el Parlamento, apoyado en testimonios y argumentos contundentes, del lado del Congreso solo brotaban patrañas comparables a las citadas en el kafkiano proceso de Orlov. Todos sabíamos que esto iba a ocurrir. El “debate” era una pantomima para engañar a unos cuantos incautos y dar alimento a sus granjas de troles, quienes salieron presurosos a celebrar lo que era, en buena cuenta, un golpe de Estado a plazos.

La comparación con Rusia tiene limitaciones evidentes. La dictadura congresal que se está pretendiendo imponer en nuestro país es una barahúnda de apetitos y corrupción, sin otro norte que desaparecer la democracia mediante la cancelación de la separación de poderes. Las diversas mafias representadas en el Congreso pueden concertarse en pro de sus latrocinios. Pero carecen de un liderazgo sólido y están desorganizados. Rusia tiene un líder despótico que controla absolutamente todo (política, economía, FFAA, medios de comunicación, etcétera). Acá vivimos en el desgobierno y el vacío de poder. Solo une a los golpistas el afán de lucro ilegal y el propósito de acallar cualquier protesta, sea de manera simbólica o tan concreta como las balas que asesinaron a personas entre diciembre del 2022 y febrero del 2023. Tal como lo explica en Nuestros muertos, el reciente libro de Américo Zambrano (Aguilar), ninguno de los asesinados por el ejército y la policía tenía antecedentes de terrorismo.

Pero incluso esos crímenes fueron cometidos contra personas que el Gobierno considera insignificantes, prescindibles. Jamás se han atrevido a hacerlo con gente que ocupe posiciones encumbradas en la pirámide social. El racismo y el clasismo fueron determinantes en dichos asesinatos. En cambio, Putin no dudó en deshacerse de enemigos tan notorios como Yevgueni Prigozhin, el jefe del grupo Wagner, víctima de un “accidente” de aviación. O Alexei Navalny, quien murió en una gélida prisión víctima de un “accidente” de salud. En el Perú ni siquiera Fujimori y Montesinos, cuyo poder era mucho mayor que el de los políticos actuales, osaron ordenar que el grupo Colina o algún otro ejecutor de sus designios asesinara a opositores pertenecientes a sectores privilegiados. En nuestra patria hasta los asesinatos obedecen a leyes no escritas, pero de todos conocidas, en términos de segregación. Es muy fácil comprobarlo leyendo el informe de la CVR: la inmensa mayoría de los muertos en el conflicto armado interno pertenecían a los sectores más pobres y excluidos. A saber, campesinos quechuahablantes habitantes de las zonas altoandinas, cuyas vidas son tan descartables como la de los esclavos de algún imperio de la antigüedad.

Cierto, todo esto puede cambiar. Cuando la dupla de la década de los noventa secuestró a Gustavo Gorriti y Samuel Dyer, nunca se sabrá lo que pudo haber pasado con ellos si la noticia no hubiera aparecido en la prensa internacional. En la actualidad, el Poder Ejecutivo, como lo acaba de recordar el longevo moribundo Alberto Fujimori, depende de Fuerza Popular para seguir en Palacio hasta el 2026. Lo cual constituye un mensaje acimutal: avisa quién tiene las riendas en sus manos, lanza una advertencia a la presidenta y el premier y, en una jugada de billar a tres bandas, notifica a su hija Keiko que no ha salido de prisión para hacer crucigramas ni origamis. Podría añadirse que está recordando a los magistrados del juicio que tiene pendiente, que las fichas del ajedrez están en posiciones muy distintas a las que ocupaban en el tablero cuando fue condenado y aprisionado. Ahora, capturada la JNJ, llevaría las de ganar.

El fascismo criollo (los politólogos sabrán disculpar que no use los términos técnicos consagrados, tales como régimen híbrido) no es calco ni copia del sistema ruso. La moda de nuestros repudiados gobernantes es imitar a Bukele y sus cárceles hacinadas, denunciadas por todos los organismos de derechos humanos, pero de inmensa popularidad en su país que vivía bajo la permanente extorsión de las maras. El problema es que Bukele es un dictador carismático y muy articulado, capaz de responder las preguntas incisivas del corresponsal de la BBC con argumentos falaces, pero muy bien hilvanados y usando un inglés impecable. Lo cual lo hace mucho más peligroso. La diferencia con los capos de las bandas que nos (des)gobiernan es abismal.

El engendro que emergerá de este avasallamiento de las instituciones es tan enigmático como el “pensamiento” de nuestra mandataria o la gran mayoría de congresistas. Lo único seguro es que no será democrático y el Perú seguirá retrocediendo y jugando el juego que le conviene a Antauro Humala. Orlov estaba en lo cierto: querían fascismo y lo tendrán, pero acaso no el que estaban anhelando.